No quedan dudas de que una de las noticias políticas del año en la provincia la constituye lo sucedido en Santa Rosa, con la renuncia a su cargo del intendente Sergio Salgado, luego de que la Justicia actuara ante una serie de denuncias sobre la labor que desarrollaba al frente de la comuna.
Durante el tiempo que duró el proceso, la información se circunscribió a los cargos que debía enfrentar el funcionario y, en el plano estrictamente político, a las discusiones que se produjeron sobre si la comuna debía quedar a cargo de un edil justicialista, porque el peronismo había ganado las elecciones o si debía pasar a la presidenta del Concejo Deliberante, a pesar de ser de extracción radical.
Pero no es el caso debatir en esta columna sobre dichas cuestiones; será la Justicia la que determinará quién quedará al frente de la gestión por lapso tan breve, ya que deberá llamarse a elecciones en un tiempo limitado. Lo importante entonces es ir al fondo de la cuestión, a establecer los motivos por los cuales se llegó a la actual situación y, en ese esquema, no quedan dudas de que gran parte de la culpabilidad recae sobre la permisividad que existe en los departamentos respecto de las reelecciones de sus intendentes.
No podemos señalar que lo que sucedió en Santa Rosa se repita en otras comunas de la provincia ni tampoco ponemos en tela de juicio la legitimidad de los intendentes reelectos, en razón de que es la ciudadanía la que termina premiando o castigando a través del voto. Pero no es menos cierto que tantos años en el poder permite ciertas “franquicias” que llevan a cometer errores que terminan perjudicando a la comunidad.
La Constitución provincial es sabia en el sentido de no permitir las reelecciones en el caso del Gobernador, pero resulta que esa situación no es permeable hacia abajo y no se plantea en el caso de los intendentes, a pesar de que en su momento la gente votó (la que concurrió a las urnas) por mayoría que no se podían permitir las reelecciones.
Los “interesados” en que la situación no se modificara plantearon que no se había alcanzado la mayoría del padrón, que no se podía discutir la primera elección porque había sido anterior al plebiscito; luego se discutió si la prohibición alcanzaba a una o dos gestiones, y así fue pasando el tiempo, con la política mirando hacia otro lado y con una situación que, en definitiva, no se modificó.
No sólo ello: en algunos casos no se trata de la reelección de determinado funcionario sino de que el candidato termina siendo pariente directo de quien estaba al frente de la comuna, aspecto que puede llevar a pensar que el municipio pasaba a ser un bien de familia.
Debemos aclarar que tampoco estamos cuestionando en esta columna la legitimidad u honestidad de la gestión de determinados intendentes que puedan quedar comprendidos en lo señalado, pero también podríamos afirmar que les cabría aquella afirmación que indica que la mujer del César no sólo debe ser honesta sino también parecerlo.
Precisamente y, para evitar malas interpretaciones, es que resulta necesario que la clase política decida, en un año no electoral como el actual, salvar esas especulaciones e impulsar una enmienda constitucional que establezca la prohibición de las reelecciones de los intendentes y de sus familiares. Es una deuda que la política tiene para con la ciudadanía y que podría pagarla sin costo alguno.