Hace mucho que Sergio Aquindo vive en París. Hacia allá viajó con el buque insignia de su arte, un personal universo gráfico que lo llevó a ser convocado por medios de Francia para ilustrar sus páginas.
De paso por Mendoza, nos cuenta sobre su presente.
–¿Cómo es tu vida en París? Me refiero a lo profesional, pero si querés contar algo más, adelante.
–Dibujo, escribo, doy clases, voy al museo, vagabundeo por la ciudad hablando solo y huyendo de los turistas. A veces trabajo también.
–Hay una gran tradición de dibujantes mendocinos. ¿Cuáles de ellos han tallado más en tu trabajo?
–Va más allá de la tradición “local”. Es más, te diría que me hice contra la tradición mendocina. Yo me crié mirando los dibujos de las revistas que compraban mis viejos: la Humor, o El Periodista, donde se dio algo inusitado: la convivencia entre humor gráfico y la plástica, el chiste y el dibujo “serio”. Es algo que no se da mucho hoy. Me hice con imágenes de Luis Scafati, Carlos Nine, Roberto Páez, Bebe Ciuipiak, Alberto Breccia, Sabat... ¡Qué suerte tuvimos! Esos dibujantes moldearon nuestra mirada y nos abrieron la cabeza a otros artistas, sus propios maestros. Todos salimos de alguna de esas vetas, o de varias a la vez.
–Luis Scafati dice que hay familias de dibujantes, que tienen hijos en todos lados.
–Mi “familia gráfica” está hecha hoy de dibujantes de todos lados: alemanes como Käthe Kollwiz, Horst Janssen o George Grosz, o argentinos, o ingleses (David Hughes, Francis Bacon) o sudafricanos como William Kentridge. Uno siente un lazo que va más allá de los países. Yo trato de mantenerme fiel a esa familia, a pesar de que no es la más famosa de todas ni la que está de moda. Por otro lado, mi familia real, de carne y hueso, también contribuyó a mi formación: con mis hermanas hacíamos películas de terror en el patio de la casa. Alguna vez mi viejo actuó de San Pedro, disfrazado con una sábana. Agregado: en Mendoza recuerdo dos muestras, en el Museo de Arte Moderno en los años 90, la de Carlos Alonso sobre Van Gogh, y la de Luis Scafati con Mambo Urbano. Fueron dos “piñas” visuales. Y a la vez, de dos artistas que se habían ido. Y los grabados de Sergio Sergi, que descubrí en las tapas de la revista Diógenes. Las revistas fueron mi escuela de bellas artes.
–¿Qué encontraste aplicable de esa tradición en un espacio tan diferente como el francés?
–El gusto visual francés es más suave (con excepciones, como Roland Topor ), siempre buscan la elegancia y la inteligencia. La característica expresionista del dibujo argentino me permitió diferenciarme. En Le Monde por ejemplo me llaman siempre cuando tienen notas sobre temas imposibles, demasiado trágicos o abstractos, que yo trato de ilustrar con cierta fuerza pero sin pathos: con un expresionismo algo distanciado, si eso existe. Soy el especialista de temas oscuros o indibujables. Me tienen confianza ciega, aunque más de una vez me llaman al otro día para quejarse. ¡Pero el dibujo ya salió publicado!
–¿Cómo establecés esa relación tan orgánica entre lo que escribís y dibujás en tus propios libros?
–Es que son dos lenguajes cercanos; lo que me interesa es ver qué puedo expresar con palabras y qué con dibujos. Trato de no contar lo mismo. En mis libros generalmente empiezo por el dibujo: eso abre un camino narrativo, y mucho espacio para imaginar lo que no se ve, que va a enriquecer a su vez las imágenes. Me interesa eso: cómo los dibujos influyen la lectura y viceversa, pero sin que uno ilustre al otro. Son dos voces que se juntan en la cabeza del lector. En el libro Harry & the helpless children por ejemplo, todo empezó con una foto que encontré: la del primer asesino serial norteamericano, golpeado por la policía, en los años 1930. La foto me impactó y la pegué frente a mi tablero. Empecé a dibujarla todos los días, cambiando de técnica, de enfoque, entrando en detalles de la foto, de los rostros... Lo que yo llamo (pomposamente) una “tentativa de agotamiento gráfico”. He dado varios talleres con esa idea de trabajo. Uno indaga una imagen para ver todo lo que puede dar. Esa serie de imágenes pedían entonces a gritos una historia. Investigando en los archivos norteamericanos, resultó que ese asesino, Harry Powers, es el que inspiró la famosa película La noche del cazador, con Robert Mitchum. Era un inmigrante holandés que viajaba por Estados Unidos cometiendo crímenes y cambiando de nombre. Tenía varios “personajes” (un rico industrial viudo, un ingeniero sueco, un vendedor de aspiradoras) y los cambiaba según las circunstancias; un poco lo que yo hacía sobre mi tablero. Todo eso me inspiraba mucho: la identidad múltiple, la figura del inmigrante y la del criminal (que tienden a mezclarse en tiempos de crisis...). El último libro (Cendres...), sigue ese mismo camino, pero esta vez a partir de un cuadro de Brueghel.
–¿Te frustra que tus libros estén publicados en Francia y acá no?
–Me gustaría, obviamente, que existieran acá, pero no me frustra, no estoy pendiente de eso. Algún día llegarán. Aunque hay un libro editado por Minusculario Ediciones de Rosario, se llama Tratado del buen Caballero y es de 2012.
–¿Cómo te consustanciaste con la técnica del grabado?
–El dibujo me fue llevando. Sentía que necesitaba abrir mi espectro; a veces ganarse la vida con el dibujo le quita el gusto, uno pierde lo más valioso, el placer de dibujar, como cuando era chico y se olvidaba del mundo con una hoja y un lápiz. En los talleres de grabado encontré un espacio y un tiempo más amplio, intemporal, si querés. El papel, la tinta, la prensa, el aguafuerte, todo eso tiene magia: uno se conecta con una historia más larga, que va hasta Durero y más allá. El grabado modificó notablemente mi dibujo, lo enriqueció mucho.