El peronismo, luego de más de 70 años de existencia, no es ya ni una doctrina ni una ideología ni un partido, es una tradición, la última tradición argentina de la movilidad social. El último resabio de la Argentina grande, no de su decadencia. Aunque también es cierto que la decadencia comenzó en los 70 con un segundo peronismo que se fagocitó a sí mismo porque amontonó dentro suyo a lo que era inconciliable incluso para Perón. Y con su implosión (luego de la primera hiper, la del Rodrigazo) vino una dictadura brutal que le dejó al país un legado de plomo del que aún no puede salir. Luego llegó la democracia porque no había otra, ni siquiera la elegimos, ella nos eligió a nosotros, por cansancio histórico ante tantas luchas fraticidas que alcanzaron su cenit en los años 70, siendo esos años apenas el epílogo de décadas de guerra civil solapada, como solía decir Perón.
El peronismo, desde su gestación, es quien mejor expresa la naturaleza de las cosas, tal como somos los argentinos. El ser que permanece. La alternativa que se le postula es el anhelo abstracto que quiere llegar al deber ser criticando como somos. En vez de partir de lo que somos, queremos ser otra cosa. Entonces el ser se rebela. Porque la única forma de llegar al deber ser es partiendo del ser. Aceptando, comprendiendo e incluso queriendo lo que somos (al menos lo mejor de lo que somos, no se nos puede condenar en bloque como hacen tantos). Sino solo queda el ser que no cambia, que no mejora, que se solaza en sus defectos.
La historia de los gobiernos no peronistas en democracia parece obedecer a una ley no escrita: llegan por cansancio de los que los antecedieron y terminan siempre en implosión. Los peronistas, en cambio llegan porque los otros estallan, pero terminan por cansancio o agotamiento propios.
El peronismo es el reaseguro de las cosas tal como son cuando no pueden ser de otro modo, el piso básico de nuestro ser, un ser con el cual nunca estamos, lógicamente, demasiado satisfechos y entonces de tanto en tanto intentamos cambiarlo o mejorarlo, con algún experimento no peronista que hasta ahora siempre ha fracasado. Entonces volvemos, decepcionados, al ser que no puede ser otra cosa ni aspira a ningún deber ser. Pero el verdadero progreso de las naciones se da cuando el ser y el deber ser son una continuidad, no un enfrentamiento.
Es que en la Argentina hay un mundo real más allá de las instituciones formales. No son las instituciones las que manejan el poder territorial local, sino tribus y feudos disfrazados de provincias y municipios. Las elites más que empresarios y sindicatos son corporaciones. La cúpula del poder es monárquica disfrazada de presidencial y a su alrededor hay cortesanos que reproducen lo lógica monárquica haciendo que hasta las instituciones de gobierno sean corporativas.
La democracia en la Argentina es la fachada de un fondo que tiene otro tipo de gobernanza, con elites que más allá de sus discursos, en sus prácticas son premodernas, más medievales que capitalistas, más corporativas que liberales.
Las instituciones, acá y en todas partes del mundo, son ficciones inventadas por el hombre para evitar la barbarie. Es la razón humana poniéndole límites al estado de naturaleza. Pero acá las instituciones no funcionan: el sustrato no se le subordina y la lucha primordial se sigue dando. El sustrato sigue su marcha perenne, inmodificable. La ley y el hecho nunca se llevan bien.
Rosas lo entendió y aceptó representar el ser sobre el deber ser durante su largo gobierno. No quería una constitución formal para el país real porque suponía que una y otra no tenían nada que ver, al país se lo maneja de facto. Lo contrario pensaron los que lo derrotaron, pero a pesar de lo mucho que hicieron nunca pudieron unir a los dos países de una vez y para siempre. Por eso una y otra vez resurge el país de la naturaleza, con sus reclamos ante una legalidad que no lo contiene.
Perón fue el último que sacó lo que quedaba en el subsuelo a la intemperie y por eso aún es recordado. Pero la síntesis tampoco se alcanzó.
Lo paradójico es que tanto el peronismo como el no peronismo han intentado cambiar pero a la postre ni unos ni otros pueden cambiar nada.
El no peronismo intentó todo. Un alfonsinismo que impulsó un peronismo republicano. A ambos los destrozó el menemismo. Un delarruismo que se unió con el progresismo filoperonista. Duhalde, con su conservadurismo peronista se los sacó del medio. Luego Kirchner se sacó de encima a Duhalde vía el progrefeudalismo. Después vino un liberalismo aliado con el radicalismo. Pero lo único que está logrando es que el peronismo vuelva a teñir otra vez el país con su impronta en todos lados.
El peronismo también intentó cambiar, lo hizo con todas las ideologías: la socialdemócrata con la renovación, la ultraliberal con Menem, la conservadora popular con Duhalde, la progrepopulista, la transversal y la bolivariana con los Kirchner. Pero siguió en todas siempre fiel a sí mismo, no pudo convertirse en instrumento del cambio porque no pudo cambiar él. Siempre son los mismos sacerdotes de una misma iglesia, ultraliberales una década y lo contrario la otra. Pero sus prácticas son similares.
El ser no puede dejar de ser. El deber ser no puede dejar de deber ser. No hay punto de contacto entre lo que somos y lo que queremos ser. Entonces el ser se deteriora por imposibilidad de cambiar, de adaptarse al futuro o a un proyecto superador. Y el deber ser nunca coincide con lo que realmente somos, entonces termina delirando con un mundo que no es, con un país que no existe.
El que existe no cambia por lo que se deteriora, y los que quieren cambiarlo no entienden al país que existe, entonces la realidad no les hace caso.
Pero más allá de ese encierro metafísico, cada vez que alguien quiere cambiar algo en la Argentina, las fuerzas de la conservación son tan poderosas que frustran cualquier intento. No se sabe cuando pasó, pero un día dejamos de ser el país del cambio, para solazarnos con la decadencia. Un decaer permanente en el país de la movilidad social creciente que algún día dejó de serlo.
Una gran incógnita que no puede encontrar diagnóstico a su mal y por ende tampoco solución. No obstante aún habiendo perdido la movilidad social, seguimos siendo el país del del eterno movimiento, pero un movimiento que no conduce a ninguna parte. Cambiamos todas las formas todos los días para no cambiar nunca nada de fondo. Y la nave va. Felliniscamente.