Ser patriota antes y después de 1810

El concepto de patria fue variando desde las Invasiones Inglesas a la guerra por la Independencia. El análisis de la historiadora Beatriz Bragoni.

Ser patriota antes y después de 1810

Las evocaciones de cada aniversario de la Revolución de Mayo apelan a una discreta selección de sucesos que dio por tierra con la autoridad del virrey Cisneros, y el elenco de funcionarios que prestaban obediencia a las autoridades metropolitanas que aspiraban controlar los dominios americanos en nombre del rey cautivo

Allí están, por cierto, las referencias al famoso cabildo abierto del 22 de mayo en el que la gente decente de la capital virreinal invocó el derecho vigente para remplazar al virrey y formar una junta provisoria de gobierno a nombre de Fernando VII. La evocación tampoco olvida la presión ejercida por las milicias apostadas en las inmediaciones del cabildo, en las cuales anidaba la atenta vigilia de las jefaturas milicianas, y de la plebe urbana de Buenos Aires.

Tales imágenes se erigen en prototipo elocuente del radical giro político que se operaría en la geografía del virreinato rioplatense por lo que el acontecimiento no tardó en ser identificado por los contemporáneos como “nuestra gloriosa revolución”.

Dicho remplazo habría de gravitar en los sentimientos de pertenencia e identidades colectivas trasmutando la noción y experiencia de la Patria que prevalecía al menos desde las invasiones inglesas. En efecto, en 1806 y 1807 la invocación y movilización patriótica había servido para renovar juramentos y lealtades al rey de España, e idénticos rituales se habían llevado a cabo en defensa de Fernando VII ante la inaudita entronización de José Bonaparte.

Pero esa unidad relativa de sentimientos patrióticos habría de languidecer en el corto plazo a raíz de la creciente conflictividad social y política que afectaría la tensa convivencia entre españoles peninsulares y españoles americanos.

Dos sucesos relevantes ilustran tal disociación: uno se expresó en Buenos Aires a comienzos de 1809, y tuvo como protagonista al influyente comerciante vascongado, Martín de Alzaga, quien movilizó los batallones de peninsulares para destituir al virrey Liniers y formar una junta fiel a la metrópoli que se frustró ante la movilización equivalente de milicias criollas, lideradas por Saavedra que sirvieron para sostener al virrey por lo que ganaron mayor poder al verse engrosadas en número y recursos ante la disolución de los cuerpos de peninsulares.

El otro suceso tuvo lugar meses después en la provincias altoperuanas, y fue más dramático en tanto la pretensión de formar juntas de gobierno independientes de los dictámenes metropolitanos (y de la capital virreinal), que estuvo animada por sectores patricios y plebeyos, terminó en la sangrienta represión dirigida por el virrey Abascal, y consentida por el virrey Cisneros.

Al año siguiente, la formación de la Junta Provisional en Buenos Aires catapultó los términos de la disputa y terminó por identificar a los españoles europeos como los enemigos de la causa patriótica. Son variados los acontecimientos que atestiguan la radicalización y precipitación de tales sentimientos aunque tal vez sean las impresiones del ajustamiento en Buenos Aires de treinta españoles peninsulares en 1812, las que mejor ilustran la manera en que los sentimientos antiespañoles vigorizaron los ánimos y voluntades de los partidarios de la revolución.

Según las crónicas, una vez concluido el dilatado ciclo represivo en la plaza de la Victoria donde ya se había erigido una columna en honor a la “gloriosa revolución”, el rechazo social a los europeos los obligó a “caminar agachados y por debajo del cordón de la vereda”; entretanto, el gorro frigio o de la libertad que había distinguido a los patriotas cedió paso a la proliferación de cintas celestes y blancas que fue adoptado incluso por las “señoras y señoritas” que asistían a las funciones de la Comedia.

En otros extremos de la geografía de las Provincias Unidas las cosas no eran muy distintas: para cuando la plebe de Buenos Aires había respondido con fiestas y furia a la frustrada conjura de los realistas, un grupo de esclavos de Mendoza promovieron una rebelión con el objetivo de exigir la carta de libertad para enrolarse en los ejércitos de la Patria, asociando la voluntad de liberarse de su condición servil con los intereses revolucionarios y del gobierno con sede en Buenos Aires.

En suma, la ruptura institucional de 1810 y el antagonismo político que acompasó el ciclo de las guerras y hostilidades entre los defensores del sistema de libertad americano, y quienes pretendían sofocar a  los insurrectos, infligió de nuevos sentidos las sensibilidades e identidades patrióticas.

Naturalmente, la noción de Patria no era unívoca aunque en su misma polifonía residiría la puja por dotarla de sentidos uniformes destinados a sedimentar la adscripción de origen con la causa colectiva de defensa de la libertad contra la opresión. Que los términos de esa disputa eran irremediables quedaría refrendado no solo en el atribulado periplo guerrero que cercenó las chances de los revolucionarios rioplatenses en el Alto Perú, la Banda Oriental o el Paraguay.

En 1813 el nuevo Triunvirato promovido por los más convencidos de romper con la metrópoli, instituyó la ciudadanía de las Provincias Unidas a los efectos de dotar a los peninsulares de un instrumento legal que permitiera atemperar las desconfianzas y acreditar su compromiso con el “sagrado sistema de la libertad”.

Las restricciones e interpelaciones antipatrióticas realizadas sobre esa porción social incluyó al músico catalán Blas Parera, quien padeció la amenaza de ser fusilado por dilatar la composición de la melodía que debía acompañar la canción patriótica nacional que el poeta del día, Vicente López y Planes, había compuesto haciendo enfático el tono antiespañol e independentista.

A esa potente producción simbólica que desde entonces debía encabezar toda celebración patriótica en las plazas, escuelas y cuarteles habrían de sumarse otras igualmente indicativas de la diferenciación política; ese acelerado proceso de distinción política fue apreciado por el gobernador realista de Montevideo, quien no dudó en atribuir a esas invenciones síntomas indiscutibles de la ruptura política.

En sus palabras: “su pabellón, su moneda, y sus leyes habían sido hasta ahora las de la monarquía, sus decretos los encabezaban en nombre de nuestro Augusto Monarca sin haberse atrevido a proclamar su independencia sino con expresiones vagas, mientras lograban repeler nuestra fuerza y ganarse la benevolencia de los demás pueblos […] más su orgullo mismo ha anticipado la declaración de independencia, señalándola con un nuevo pabellón y acuñando moneda del flamante estado de las Provincias del Río de la Plata”.

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