En tandas, las pezuñas de las cabras golpean contra el limo, en meses de cría, la ganadería del secano lavallino sufre la sequía. Es media mañana, bajo el sol, los animales dan pasos cortos, la aridez es sonora, más allá de la tierra que se quiebra.
En nuetra provincia, según registros de Senasa a febrero de 2019, hay 746.964 cabezas caprinas distribuidas en 3.447 productores, mientras que el número de cabras asciende a 447.623 (60%). Los principales centros de producción están en los departamentos de Malargüe, con el 60% del total del ganado, San Rafael (15%) y Lavalle (15 %).
La gran diferencia entre estos departamentos son las condiciones fitogeografícas que influyen en la actividad caprina de cada departamento. En Malargüe el promedio es de 174 cabras por productor, sigue San Rafael con 122 y Lavalle con 106. En promedio los productores tienen 129 cabras.
El bajo caudal de los ríos, por la afectación de los glaciares cordilleranos, y también la dispersión de las tormentas -lucha antigranizo- profundizan las situación de las zonas áridas.
El problema es que la ganadería caprina se ha tornado en una actividad de subsistencia. Sólo para graficar el problema, Pablo Dri de la dirección de ganadería de la provincia, explica "una unidad productiva rentable requiere de unas 500 cabras si estás cerca de un pueblo o de 750 cabras si estás en zonas más alejadas".
Lo cierto es los productores cuentan sus animales en un par de cientos en el mejor de los casos.
"La mayoría hace ganadería mixta y esto ayuda un poco", señala Dri, quien entiende que parte del proceso de baja de esta actividad que es referente en la gastronomía de la provincia está dada por las condiciones y la falta de infraestructura a la que muchas veces se ve sometido el productor, principalmente del Sur de la provincia.
En el reino de arena
"La calle principal, para allá, llega hasta un cementerio", cuenta Germán Barros, de 42 años, uno de los últimos criadores de ganado caprino en el paraje agreste de La Asunción. Una comunidad, que atada a su tradición huarpe, diversificó su oferta explotando el turismo étnico entre médanos de arena, corrales de leña y jarillares.
"Muchos puesteros han dejado de trabajar con animales. Los González tenían cerca de mil cabezas y se les empezó a mermar el rebaño, como nos está pasando a nosotros. Ahora se dedican a atender a turistas, por un proyecto de la Municipalidad. Ellos, por ahí, nos compran algunos chivatos".
A espaldas de la casa de Barros las defensas contra el río marcan el límites de su antigua furia, del otro lado de la loma polvorienta el sendero de los animales -hacia la costa- atraviesa la vieja finca de los Stabio, un viñedo que fue arrasado por la creciente.
"Cuando el río traía caudal había más comida, pasto de campo como lo decimos. Ahora solo han quedado las plantas más curtidas para el calor, para la sed, como la algarroba y el atamisqui. Antes teníamos la costa del río pero por la falta de agua tuve que vender como cincuenta animales", contó con Germán.
Valeria su mujer, a media mañana arrea la segunda tanda del rebaño. La labor comenzó temprano, desde las 6 juntos atienden los corrales, "tengo 130 cabras, a las chivatas chicas las suelto para ver si se crían y puedo recuperar algo de lo que se pierde", explica Barros mientras observa a los cabritos rezagados beber del agua que extrae de un pozo.
El oro líquido
"El miércoles hay una reunión con los productores de la zona, porque han donado una plata de Holanda, creo. Los veterinarios de Lavalle quieren que hagamos un proyecto y que trabajemos juntos, pero no nos ponemos de acuerdo", señala Germán Barros con su acento campero.
"Unos queremos hacer una perforación para que los animales tengan agua, otros quieren el forraje para el invierno. He ido a todas las reuniones y unos muchachos de la ciudad, que tienen tambo, quieren que desarrollemos el tema de la leche de cabra. Pero sin agua es muy difícil cualquier cosa", explicó el vecino de La Asunción.
"La mayoría de los productores deja de trabajar con animales porque no hay aguadas, cuando había río era otra cosa porque además había buena comida. Cuando era chico mi padre tenía cuatro corrales, ahora tiene uno mi madre y otro yo. La gente se va a trabajar a los parrales o a las chacras".
"Si no viene agua en el río, no tenemos para trabajar. Cuando es tiempo de cosecha hay que aprovechar la changa y voy trabajar a las fincas. Porque con la venta de los animales ya no alcanza. Hacía más de 100 fichas por día, pero el cuerpo ahora no es el mismo", comenta Barros.
En el patio de la casa, tapado con una chapa, está su obra inconclusa. Junto a su mujer comenzaron a entubar un pozo con la esperanza de encontrar una napa de agua. "Nosotros estamos ocupando un pozo y con una electro bomba sacamos algo de agua para los animales. De la red no le podemos dar, porque son muchas cabras, la única forma de sobrevivir es hacer una perforación".
"Con un subsidio de Ganadería, compramos los tubos y con Valeria cavamos -a pala- un pozo de 12 metros de profundidad para hacer una manga y obtener agua, pero no estamos cerca ni con la esperanza. Así que lo abandonamos". Contó con tristeza, Germán Barros.
A media mañana, bajo el arduo sol del desierto, los animales dan pasos cortos, la aridez es sonora, una pesada sensación en la boca, más allá de la tierra que se quiebra.
En el cauce de la nada
Los algarrobos costean los margenes del río Mendoza y delimitan una zona yerma. A caballo, Miguel Martínez (de 34 años) realiza una recorrida por el cauce de arena. Los restos de un ternero explican las consecuencias de la sequía. Los animales están dispersos en el campo, a la sombra, ahorrando energías. "Por ahora estamos aguantando", dice.
La familia Martínez es conocida en la zona por el pequeño estanque visible desde la ruta 142, que comunica Gustavo André con La Asunción. Una acequia que bordea la propiedad arenosa llevaba agua desde el río Mendoza al hasta el humeral que separa las casas familiares. Una población de 1.200 cabras, vacas y otros animales de corral, dan vida al pequeño oasis.
Pero no siempre fue la sequía la encargada del estrago, "el año de la nevada tan grande, acá en el corral murieron 600 cabras. Fue un desastre, salió en el diario. Con maquinas las enterramos en el campo", cuenta Gustavo uno de los tres hermanos al frente de la actividad ganadera. Su establecimiento está más retirado, camino al Encón, en los márgenes del desierto telteca.
Parado en la parte más alta del estanque, cerca de la tranquera, señala: "a las vacas las empezaron a recuperar, serán unas veinticinco, se han muerto tres animales de mi padre y cuatro de mi hermano mayor". Remarca un silencio, levanta la mano y señala al pequeño lote que rumbea a la tranquera: "esa vaca hace poco que ha parido, se ha mantenido gorda porque estaba preñada; si esa vaca ahora entra en el invierno, no lo pasa. Esa negra que va allí, tampoco".
Como desde 2013, la falta de humedad y, consecuentemente, de pasturas nativas en el secano, se hace sentir una vez más en Lavalle. "Nosotros desde que somos chicos nos hemos dedicado a la ganadería", relató Gustavo mientras ayuda con el arreo del ganado.
La noche de martes, el sonido de un cañón puso fin a la esperanza de lluvia. Algunas gotas de agua no alcanzaron para aquietar la ansiedad. "Esperábamos que lloviera, que se nutriera la tierra con la tormenta, pero la lucha antigranizo combatió las nubes y todo terminó. No estamos en contra de cuidar los campos, pero nos gustaría que dejarán llover por el bien de los animales", explicó Rafael, el hermano mayor.
En el establecimiento, muchos son los indicadores de la situación que vive la zona. Desde una prospera cosecha de miel, por la floración de la algarroba entre otras plantas, a la reducción del volumen de cosecha. En los corrales, en tanto las cabras representan un tercio del volumen para el que fueron construidos, quedando varias cuadras vacías.
"Antes de la construcción del dique, el agua llegaba por el río y pasaba por una acequia para llenar el estanque. Con un subsidio hicimos un pozo buscando agua, con una pequeña bomba eléctrica para que los animales tengan para beber", explicó Gustavo Martínez.
Entre los problemas más serios que trae aparejada la sequía es al estado corporal de los animales, los chivitos que sobreviven tienen serios problemas para engordar. En un año bueno, entre los 45 y 50 días el animal ya obtiene su peso optimo para la faena, mientras que un año seco, como lo es este, se debe criar el chivito entre 60 y 70 días. "Por suerte algunos algarrobos están dando frutos para que los animales se alimenten. El resto tendremos que cubrirlo con forraje", finalizó Miguel Martínez.
Del negocio a la espera
Según datos del gobierno de Mendoza, a valor de referencia, un chivito que se vende por la pieza completa, a 10 u 12 kilos de animal vivo, está alrededor de los 800, para los productores el valor es de 1.200 pesos, "más no se puede pedir. El forraje está en 200 pesos por fardo", sostiene Gerardo Barros.