Señales disciplinarias para un país en ascuas - Por Edgardo R. Moreno

Señales disciplinarias para un país en ascuas - Por Edgardo R. Moreno
Señales disciplinarias para un país en ascuas - Por Edgardo R. Moreno

Se ha visto ya que la primera decisión política que tomó el presidente electo, Alberto Fernández, ha sido propiciar una transición política de baja intensidad, sin la exploración de acuerdos estructurales significativos con la nueva oposición.

El nuevo poder parece confiado en que la gravedad de la crisis económica todavía no amenaza su posibilidad de alcanzar un momento futuro de mayor acumulación política, superior a la legitimación electoral que alcanzó con una distancia en baja, pero holgada.

Fernández se propuso centrar su protagonismo en un giro pronunciado de la política exterior argentina y, desde allí, enviar los mensajes de política interna más relevantes, en los dos ejes más complicados de su gestión: economía y justicia.

Sobre la economía, envió una señal con el aroma inconfundible de la cesación de pagos. Sobre la Justicia, ratificó que camina sin remilgos hacia la amnistía fáctica de la expresidenta Cristina Fernández de Kirchner.

Que el presidente electo haya decidido gestionar una nueva malla de contención regional para enunciar desde allí sus decisiones más controvertidas, revela la magnitud desbordante que asigna a esos dos desafíos. Es algo que ha merecido un par de líneas de interpretación, no muy divergentes.

Están los que sostienen que todavía no descarta un ajuste ortodoxo de la economía y que por eso prepara, con su política exterior, un relato simbólico que lo justifique, defendido desde la épica iniciática y sacrificial de un progresismo en resurrección.

Y están los que sólo ponen el acento en la propensión compulsiva de Alberto Fernández al ejercicio táctico. El tutorial de conducción que usa, dicen, no es el manual de Cristina sino el de Néstor Kirchner.

Sus tres primeros pasos son: la desinformación (mantener en absoluta reserva sus decisiones, incluso operando personalmente en la distracción de la agenda mediática); la multiplicación fractal de la expectativa (tirando dos o tres nombres o referencias por cada cargo de responsabilidad bajo su dominio) y el uso de innumerables globos de ensayo (testeando el grado de resistencia a las decisiones que ya tiene tomadas, para poder ajustarlas sobre la marcha).

En este segundo lote de intérpretes se agrupan los que recuerdan la frase de Néstor Kirchner sobre la disociación entre lo que se dice y lo que se hace. Para actualizarla, refieren que, en México, el presidente electo disertó en público sobre el progresismo y en el encuentro privado con el empresario Carlos Slim recitó glosas liberales, casi fronterizas con la escuela austríaca.

Fernández decidió arrancar a distancia de las ascuas del país, caminando en una región convulsionada como una señal hacia Estados Unidos, sin cuya intervención activa el nudo de la deuda externa rodará hacia la insolvencia.

Poco pudo obtener el presidente electo en la mezquindad parroquiana de Andrés López Obrador, un charlista desbordado por la economía del narcotráfico. Sujeto por vecindad a la tutela de Donald Trump.

A Rafael Correa -el prófugo que lo entrevistó con menos entusiasmo que envidia, repantigado en un sillón mediático, al alojo cautivo de Vladimir Putin- sólo pudo utilizarlo como altavoz para la alarma del default.

La liberación de Lula Da Silva le llovió de una manera más benéfica. El ex presidente brasileño es funcional por varios lados a la estrategia de Fernández. Le propicia argumentos para defender la impunidad de Cristina; reflota para el Grupo de Puebla un liderazgo alternativo al castro-chavismo; reafirma a Fernández en el punto de encuentro que alcanzó con Jorge Bergoglio.

Y, sobre todo, atrae argumentos para justificar una heterodoxia, en la línea de la transición de Fernando Henrique Cardoso, al pactismo industrial-sindical brasileño. El populismo Odebrecht. Es el discurso con el que Fernández intenta cautivar a la CGT, aunque el mural laborista a sus espaldas ya fue testigo de un par de variantes. Del Perón descamisado, al vientre contracturado de Celestino Rodrigo.

La beatificación de Lula Da Silva también tiene sus riesgos. Promueve una comparación que no favorece a Cristina. Ni siquiera en el nimio registro inmobiliario: un departamento en Guarujá parece el auténtico “desliz ético” al lado de los complejos hoteleros en El Calafate que forzaron el refugio apresurado de Florencia Kirchner en Cuba.

El otro riesgo es de dinámica imprevisible. Lula libre es una crisis política para Jair Bolsonaro y la certeza de que Argentina ha quedado embretada en esa disputa ajena. El principio de no intervención declamado por Fernández para eludir definiciones sobre Venezuela, fue vulnerado hasta el mutuo agravio personal con Brasil.

La decisión de Bolsonaro, que ya perjudicó al trigo argentino, es un indicador de que no sólo Néstor Kirchner aplicó la disociación entre lo dicho y lo hecho. También suele hacerlo Donald Trump.

La agitación regional que Fernández le refriega a Trump -exhibiendo especialmente la inestabilidad del modelo chileno- también le ha reforzado los motivos para avanzar en el disciplinamiento interno.

Su defensa de Cristina ya escaló de la supuesta escasez de pruebas, a la irrefutable abundancia de fueros. No es lo mismo. Y en la nueva reivindicación de Milagro Sala, el cuestionamiento a las detenciones preventivas se convirtió en una refutación de sentencias firmes. Tampoco es igual.

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