Seis países al borde de un ataque de nervios

Seis países al borde  de un ataque de nervios

La tentación fundacional; lo de creer que un país nuevo empieza cada vez que la Argentina encara para el lado que nos gusta, es una de las peores taras que nos deja el populismo. El republicano verdadero debería huir de ella como de toda otra peste emocional. Y sin embargo, a menos de eventos impredecibles, el 22 de octubre de 2017 quedará registrado como una bisagra en la Historia argentina. Por su importancia y su magnitud, la segunda victoria electoral de Cambiemos significará el fin de una serie de paradigmas que gobernaron por décadas la política criolla. En primer lugar, la invencibilidad del peronismo, arrasado electoralmente por una rebelión antipopulista que se inició en 2008 con el enfrentamiento del gobierno Kirchner con el sector agropecuario, continuada con las manifestaciones que en 2012 pusieron fin al proyecto de reelección indefinida de Cristina, profundizada por la marcha que exigió justicia por el asesinato del fiscal Nisman y sancionada institucionalmente por la victoria de Macri en las elecciones de 2015.

Digamos, sin ponernos fundacionales, que hay al menos seis países que están quedando atrás y a los cuales los resultados del 22 han puesto al borde de un ataque de nervios. El país controlado desde el peronismo bonaerense, primero de todos. Tomemos nota: a contramano de los creyentes y oficiantes de la política territorial, el otrora poderosísimo peronismo de la Provincia de Buenos Aires que por tres décadas fue responsable de la degradación de un distrito que en términos de población, territorio y PBI representa 40% del país y que derrocó a los únicos dos presidentes no peronistas elegidos desde la vuelta de la democracia en 1983, obtuvo el 5,21% de los votos y quedó como última fuerza electoral, detrás del trotskismo. Ningún argentino desconoce las implicancias de este hecho excepcional: Cambiemos tiene la gobernabilidad asegurada hasta 2019, cuando Mauricio Macri se convertirá en el primer presidente civil no peronista que logra terminar su mandato desde Marcelo T. de Alvear, en 1928…

He aquí otro país que se termina: el país en el que solo el peronismo podía gobernar. El triunfo de Cambiemos en doce de veinticuatro provincias no alcanza aún para obtener la mayoría en ninguna de las cámaras pero bloquea todo intento de imponer grandes cambios aplicando el 2/3 parlamentario y puede acabar en 2019 o 2021 con otra vaca sagrada: el control peronista del Senado. Un control que ha hecho que ni una sola de las leyes sancionadas desde 1983 pudiera aprobarse sin anuencia del Partido Justicialista y fue devastador en términos de corrupción. Hoy, once de los doce jueces del juzgado de Comodoro Py donde van a parar las grandes causas de corrupción federales fueron designados por presidentes peronistas (Menem, Néstor Kirchner y Cristina Kirchner) con la aprobación de un Senado con mayoría peronista. Que Cambiemos haya pagado en 2016 un 40% menos por cada kilómetro de ruta construida de lo que pagaba Cristina en 2015 da una idea de la degradación causada por décadas de hegemonía populista.

Y aquí va el tercer país que se acaba: el país de la impunidad. El país en que nadie iba preso o, al menos, no duraba mucho tiempo en prisión. Quien tenga tiempo, que haga el repaso de los funcionarios kirchneristas presos por corrupción. Comprobará que nunca -nunca- sucedió nada parecido en este país. Por un simple motivo, además: nunca fue tan escandalosa y generalizada la corrupción. Lo sé: faltan muchos. Lo sé: todo puede volver para atrás. Pero no parece que la oleada de saneamiento institucional vaya a detenerse. Por el contrario, en estas semanas hemos sumado a dos estrellas al firmamento de los sancionados: De Vido y Moreno. Como orgulloso firmante de las denuncias que los llevaron al procesamiento y último testigo de la acusación en la causa de Guillote déjenme seguir sosteniendo esta modesta fe: podrá subsistir algún caso de corrupción aislado, como en todas partes, pero lo de una mafia a cargo del Estado no vuelve más.

El peronismo podrá sobrevivir, es cierto, si se adapta y cumple su eterna promesa de convertirse en un partido republicano y respetuoso de la ley.

Pero el país de la hegemonía peronista se acabó. El cambio de rumbo comenzado en 2015 y ratificado el domingo 22 deja definitivamente atrás el cuarto de siglo transcurrido entre 1989 y 2015 en el cual el Partido Justicialista gobernó veinticuatro de los veintiséis años transcurridos; una década -la de Menem- con discurso modernizador neoliberal y otra década -la de los Kirchner- prometiendo la revolución socialista. Atrás queda también un país devastado institucionalmente, invadido por el narco, con los más altos niveles de corrupción de su Historia, la mayor carga impositiva de las últimas décadas, reservas licuadas, déficit fiscal, comercial y energético insostenibles, cuatro años de recesión, inflación al 30%, infraestructura devastada y un tercio de los argentinos en la pobreza. Pero no solo eso.

El triunfo del domingo promete también el fin de un quinto país: el de los setenta, la peor década de la historia argentina, la del primer gran shock económico regresivo, las bandas terroristas devastándolo todo y siendo reprimidas ilegalmente por la Triple A peronista, primero, y las Fuerzas Armadas, después. La década del golpe y del acontecimiento más horrible de la historia argentina: el genocidio. Pese a todo, una década increíblemente reivindicada por el nacionalismo populista disfrazado de izquierda que llegó al gobierno en 2003 con los Kirchner. Su evento final ha sido, probablemente, el intento de demostrar que Macri es un dictador montando un caso de desaparición forzada alrededor de la muerte de Santiago Maldonado. Dos meses de campaña electoral agitando el fantasma dictatorial han terminado por mostrar el grado de instrumentalización populista de una causa, los derechos humanos, que supo ser de todos los argentinos. Ojalá podamos recuperarla, para todos, alguna vez.

Finalmente, parece que se acabó el país que solo llegaba a las tapas de los diarios del mundo por sus malas noticias: golpes, atentados, saqueos, fiscales muertos, récords de pobreza e inflación. Por el contrario, el triunfo de Cambiemos no solo promete revertir la larga decadencia argentina sino que es una pequeña buena noticia para el mundo: la de una América Latina que está dejando atrás el nacionalismo populista; la buena nueva del avance de gobiernos latinoamericanos de diferentes signos políticos que ven en la globalización y el futuro una esperanza, y no solo una amenaza.

No es poco en tiempos de medievalismos disfrazados de progreso. No es poco en la era de los Brexits, los Trumps, los Maduros y los Puigdemonts.

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