El 4 de noviembre de 1692 en el Cabildo de Mendoza se firmó una solicitud dirigida al Rey que declaró la extinción de la población indígena y la necesidad de ingresar negros africanos esclavizados a través del puerto de Buenos Aires para que sirvieran de mano de obra en trabajos de cultivo, cosecha, cría de ganado y explotación de las minas de San Lorenzo de Uspallata.
Según los vecinos de la ciudad, los indios tributarios se habían “consumido” por las fatales y repetidas pestes de viruela, y otros muchos habían huido “con hijos y mujeres a los infieles fronterizos por vivir en su ciega ley y entregarse bárbaramente a todo género de apetitos” (Archivo General de Indias, Sevilla, Est. 77-5-11. Leg. 77-5-11).
Los vecinos de San Juan de la Frontera y de San Luis de Loyola escribieron por esos días solicitudes semejantes y las enviaron a su Majestad.
Esos textos, con un carácter algo dramático y urgente, pueden ser leídos hoy como una “sentencia de desaparición”. La idea de la “extinción huarpe” ha tenido ecos desde aquellos días de 1692 hasta la actualidad. Más todavía, mediando en el siglo XIX la construcción de un imaginario de nación argentina eurodescendiente, aquella idea representa ahora la negación de las alteridades “no blancas”.
Lo anterior no quita que aquellos vecinos del Cuyo colonial hayan estado convencidos de dar un aviso objetivo y conveniente al rey Carlos II (16611700) acerca de un fenómeno demográfico y económico conclusivo. Tan definitivo como evidente si se consideraba que cuando Pedro del Castillo fundó la ciudad se instalaron aquí unos cincuenta vecinos españoles y se reunieron unos 2.500 indios encomendados para servirles y tributar a la corona, pero cuando los vecinos escribieron al Rey en 1692 ese contingente se había reducido al “corto número de ciento setenta y cinco tributarios”.
La Encomienda era un derecho que otorgaba el Rey a un vasallo o vecino español para cobrar, con trabajo o en especie, tributo a un grupo de indígenas. Esa institución económica de la conquista española, decía Draghi Lucero en el Cancionero Popular Cuyano (1938), “dio al traste” en breve tiempo con los “industriosos y pacíficos” huarpes por el traslado forzoso de los hombres para servir a los amos de la costa del Pacífico, por la esclavitud a gran escala y la desintegración de las familias. También por la dispersión de los indígenas en territorios fuera del alcance español para evitar su explotación.
Pese a todo, los sucesivos empadronamientos coloniales y del período independiente temprano dieron cuenta de que la población indígena siguió habitando el corazón de la ciudad de Mendoza y sus márgenes y poblados de su jurisdicción. Incluso cuando buena parte de esa parcialidad estaba reducida en los “pueblos de indios”, en la región de las lagunas de Guanacache y Corocorto; sin contar aquella distribuida en el territorio de los indígenas no sometidos, al sur del rio Diamante.
Según el historiador mendocino José Luis Masini, el padrón del año 1777-78, mandado a levantar por el Rey Carlos III, indicó que para esos años Mendoza contaba con un 16% de población indígena y 24% de negros y negras.
En 1812, en el primer registro después de la Revolución de Mayo, los indios sumaban 22% y los negros libres y esclavos 33% (Masini, “La esclavitud negra en Mendoza”, 1962).
Cincuenta años después, el informe para Mendoza surgido del Primer Censo de la República Argentina (1869) señaló que al momento se encontraban “apenas vestigios de la sangre de estos [huarpes] en la Capital, donde prevalece el elemento caucasiano”.
Además, desde fines del siglo XVIII los padrones pusieron en evidencia la importancia demográfica adquirida en Cuyo por los negros africanos y sus descendientes a poco más de un siglo de haber sido reclamados como mano de obra forzada. También estos fueron declarados extintos una y otra vez después de las guerras de la independencia argentina. Hacia fines del diecinueve cada vez más los registros censales estuvieron condicionados por el interés de los ideólogos de la nación argentina moderna de ser y parecer una sociedad sin indios y sin negros.
Paralelamente al blanqueamiento por distintos medios de los indígenas sometidos y sus descendientes, la “Campaña del desierto” de Julio A. Roca avanzó sobre los pueblos indígenas aún no subyugados. En un ejercicio que hoy se considera de inversión simbólica, Ángel Della Valle pudo pintar la escena del rapto en “La vuelta del malón” (1892) con cierta seguridad de que las cautivas, mujeres blancas, frágiles, bellas, deshonradas, capturadas por salvajes infieles, eran parte del pasado de una nación que estaba sepultando la barbarie, en el cuarto centenario de la llegada de Colón a América.
Con esas herencias y ocupado en hallar vestigios huarpes puros, ya entrado el siglo XX, el etnólogo Carlos Rusconi pudo expresar sin matices que Mendoza estaba libre del “problema aborigen” (Poblaciones pre y poshispánicas de Mendoza, volumen I, 1961). Por esos años, el pintor del desierto, Fidel Roig Matóns, se acercó a las Lagunas de Guanacache y dio cuenta con hermosos carbones de la “Nostalgia huarpe”. Doña Pascua Nievas, tejedora de ponchos y mantas, se hunde con su mirada en el pasado, que se esfuma como el humo del cigarro que sostiene con su mano curtida.
Mucho tiempo después, durante el Bicentenario de la Revolución y en una coyuntura nacional de creciente visibilidad pública de militantes y organizaciones de indígenas y de afrodescendientes que reclamaban un reconocimiento como integrantes y hacedores de la nación argentina, el Censo Nacional de 2010 arrojó una evidencia inquietante para quienes todavía niegan las presencias indígenas: Mendoza cuenta con algo más de 41 mil personas que se autoreconocen “descendiente de pueblos indígenas u originarios” y poco menos de 5 mil que dicen ser “afrodescendientes o tener antepasados de origen afrodescendiente o africano” (Indec, 2010).