Benjamin Netanyahu, primer ministro de Israel, llamó al acuerdo con Irán un “error histórico” que permitirá a ese país contar con “un camino seguro hacia las armas nucleares”. Un ministro de su gobierno, incapaz de resistirse a las exageraciones escandalosas, dijo que se trataba de “uno de los días más oscuros en la historia mundial”. Jeb Bush, repitiendo el gastado numerito de comparar a Obama con Chamberlain, aseguró que era un “apaciguamiento”.
¿Qué buscan los críticos -desde los aspirantes republicanos a la candidatura presidencial hasta el gobierno israelí- en lugar del acuerdo con Irán que, de manera verificable, les bloquea a los ayatolas el camino hacia las armas nucleares en los próximos diez o quince años? Por lo visto, querían lo que hubiera sucedido en caso de que las negociaciones se hubieran venido abajo.
Que nuevamente se volviera a hablar de guerra mientras un Irán sin restricciones instala más centrifugadoras avanzadas y aumenta sus reservas de uranio enriquecido, Rusia y China abandonan el régimen de sanciones, los moderados en Irán, como el ministro del exterior Mohammad Jayad Zarif, son hechos a un lado y se aproxima una República Islámica dotada del arma nuclear.
Favorecer ese peligro, cuando existen alternativas constructivas, que comprometen a una de las sociedades más educadas del Oriente Medio, equivale a estupidez disfrazada de machismo.
El acuerdo nuclear con Irán no es perfecto, ni tampoco estaba destinado a abordar la larga lista de motivos de queja entre Estados Unidos e Irán, que van a persistir. El acuerdo debe juzgarse por lo que se propuso hacer: impedir que Irán se convierta en potencia nuclear, más allá de si Irán tiene un régimen agradable (que no lo tiene) o si hace cosas malas (que sí las hace). El presidente Obama no se dispuso a cambiar a Irán pero sí creó un marco que, en el curso de un decenio, podría cambiarlo.
De implementarse, este acuerdo constituiría el logro diplomático de Estados Unidos más notable desde los acuerdos de Dayton, que pusieron fin a la guerra de los Balcanes, hace veinte años. Incrementa la distancia entre Irán y la bomba y reduce la distancia entre Irán y el resto del mundo. Hace que el Oriente Medio sea menos peligroso previniendo la proliferación nuclear. En una cacofónica era de cortoplacismo, ofrece una lección de liderazgo empecinado en la búsqueda de una meta a largo plazo.
Por muchos años, antes de que Obama y el secretario de Estado John Kerry se embarcaran en su diplomacia, Irán estuvo incrementando el número de sus centrifugadoras y el tamaño y el grado de enriquecimiento de su depósito de uranio. Ahora, el número de centrifugadoras se va a reducir en dos tercios para quedar en 5.060; el depósito de uranio prácticamente se va a eliminar; el grado de enriquecimiento tiene un tope de 3,7%, muy lejos del necesario para fabricar bombas; el camino potencial hacia el plutonio para bombas en la planta de Arak se desactivó; la inspección internacional se duplicó y, en palabras de Obama, se ampliará “donde sea necesario, cuando sea necesario”.
A cambio, Irán obtiene la eliminación por etapas de la mayoría de las sanciones, el final de su condición de paria y un maná que aliviará su crisis económica.
¿Y éste es “uno de los días más oscuros en la historia del mundo”? No, es un momento de esperanza contenida. A 36 años de su revolución teocrática, Irán es una potencia represiva pero pragmática, bajo un líder anciano, el ayatolá Alí Khamenei, cuya conducta en las conversaciones vio sus instintos antiestadounidenses contrabalanceados por su convicción de la necesidad de una reforma.
Irán está haciendo un delicado acto de equilibrismo entre una vieja guardia dura, forjada en la revolución, y una juventud con aspiraciones que tiene la mirada en Occidente. Un decenio es mucho tiempo para una sociedad en transición. Es mucho mejor que las profundas diferencias entre Washington y Teherán -por el Hezbolá, por Siria, por el irredentismo chiíta regional, por los odios, por los estallidos contra Israel- se aborden mediante el diálogo que Irán haga de las suyas como paria.
Este acuerdo tiene el mérito de condenar a Estados Unidos y a Irán a tener una relación -por hostil que sea- en los próximos quince años. El Oriente Medio, con varios de sus estados gravemente fracturados, necesita un nuevo marco de seguridad. Esto podría llevar años. Pero es una fantasía imaginar que podría implementarse algún día sin la participación de Irán. Mientras tanto, Irán y Occidente tienen un enemigo común: los carniceros medievales que forman el Estado Islámico. No está claro que de un objetivo en común se derive una acción concertada, pero al menos existe la posibilidad.
Este acuerdo, por lo demás, ha abierto muchas otras posibilidades. Una de ellas, claro, es la visión de los agoreros del desastre, en la que Irán tiene un papel solvente y destructor con fines subversivos y antiestadounidenses. La verificación estricta es un imperativo. Pero el Congreso de Estados Unidos debe de pensársela dos veces antes de adoptar una resolución irresponsable que condenara un acuerdo que promueve los intereses estadounidenses.
Obama la vetaría y ciertamente cuenta con los votos necesarios para asegurar que no se lo anulen, pero ésta sería una lamentable forma para el país de asumir un acuerdo tan revolucionario. El presidente tiene razón al invocar acuerdos audaces de presidentes anteriores - ambos republicanos, por cierto- con regímenes hostiles en Pekín y en Moscú. Ninguno de esos acuerdos careció de riesgos pero los dos resultaron transformadores, no solo en términos de relaciones bilaterales sino también para el mundo entero.
También Israel debería plantearse las preguntas difíciles en vez de condenar un acuerdo que pone a Irán mucho más lejos de la bomba, que da fuerza a los reformistas iraníes, consolida el diálogo Estados Unidos-Irán y que podría ser aprovechado por Netanyahu para obtener sistemas de armas estadounidenses más avanzadas. Para el pueblo judío, los días más oscuros de su historia fueron de un tipo totalmente diferente. No deberían trivializarlos.