El cine se puso nostálgico. Nostálgico, quizás, como cuando se acercan los finales de algo que hemos querido mucho y de repente hay que despedirse. Y la industria cinematográfica actual es algo así. Creíamos que el cine, esa inmensa fábrica de sueños, esa gloriosa experiencia oscura, silenciosa y colectiva, iba a durar para siempre, hasta que de repente nos prendieron las luces y nos dimos que cuenta de que no. Que hay que pararse e irse.
¿En qué momento el cine dejará de ser todo lo que creíamos que era, para convertirse en una inmensa fotocopiadora de superhéroes, infantiles y terror del malo? No sabemos, pero hacia allá vamos. Las historias que interpelan, que proponen y que desafían ya no están, en su gran porción, en esas grandes catedrales del pochoclo. Están en otras partes, incluyendo, qué ironía, ¡el propio Netflix! Pero como el cine todavía está buscando su nueva identidad, se puso nostálgico.
Es que no cabe otro calificativo para las tres películas más fuertes del año: "Dolor y gloria", de Pedro Almodóvar; "Había una vez... en Hollywood", de Quentin Tarantino y "El irlandés", de Martin Scorsese. En las tres, cada uno lleva su poética al máximo, y en esa hazaña ganan mirada retrospectiva. Pero la mirada es pura melancolía por algo que ya no existe y que parecen homenajear. Y en el caso de Scorsese, que lanzó una de gángsters de proporciones épicas, la mirada es casi escandalosa.
Expliquemos: resulta que, para llevar a cabo este portentoso tributo al género que mejor supo cultivar, necesitó un presupuesto muy abultado. ¿Quién se lo dio? Netflix, quien quiso captar a Scorsese no solo para sumar un título más en su catálogo, sino para hacerse un lugar en los Oscar. Ese hombrecito amarillo es la joya más codiciada por esa plataforma, que tiene popularidad, sí, pero que necesita también de premios que "certifiquen" sus contenidos.
Con “El irlandés” se lanzó a ello. Por eso también tuvo un breve paso (más simbólico que exitoso) por algunas salas de cine independiente, puesto que para postularla a los premios de la Academia tiene que verse en sala.
Y decíamos que el caso era casi escandaloso porque el propio Scorsese, quien quiso la bondad masiva de Netflix, no se percató de las reglas del juego. ¿Cuál es la regla de consumo actual? Que cada quien mira lo que quiere, cuando quiere y de la forma que quiere. On demand, le dicen desde hace muchos años.
Pero Scorsese, más negacionista que poco precavido, se puso a regañar a los usuarios. Dijo que no quiere que veamos "El irlandés" ni en celulares, ni en tabletas chiquitas. "En un iPad grande como poco", bromeó con palabras que - sabemos- no eran broma. Él creó una inmensa obra que, como mínimo, exige cierto ancho y cierto alto de pantalla.
Y también se alzó en contra de los que, por su larga duración de tres horas y media, prefieren entrecortar la película. Ni hablar de los que, siguiendo el consejo de cierto tuitero, prefieren dividirla en cuatro partes exactas como si fuera una miniserie.
Pues las nuevas formas de consumo son insondables: algunos segmentarán lo que es largo y otros harán una maratón con lo que es corto.
Es inevitable pensar que esto es un síntoma de época. El filósofo Régis Debray habló mucho de las diferencias entre el transmitir y el comunicar. Vivimos en una era hipercomunicada, pero poco dada a la espesura, a la continuidad y a las normas de las instituciones.
Las instituciones nos obligan a permanecer en un tiempo y lugar, a someternos a una relación jerárquica, a la escucha y al silencio. Siempre, al rito; a veces, al dogma. La sala de cine es una institución, y que la conclusión la tome el lector.