Piensa que el viaje pudo haberle apagado algunas “luces” y por eso se disculpa. Es que hasta hace unas horas, Luis Scafati manejó los más de mil kilómetros que separan la Mendoza natal de su Buenos Aires querida, donde reside buena parte del año desde 1976, luego de que fuera expulsado de Bellas Artes junto a un grupo de estudiantes. En su casa-taller de Vistalba lo recibe una noche que deambula y la claridad de la mañana, que devuelve un dibujo a medio andar y decenas de otros que explican la danza de este hombre en su obsesión mejor desarrollada: la ilustración.
“Cada vez me siento más un fantasma en esta ciudad porque se van borrando cosas que viví, lugares que ya no están. Quedan los árboles -a veces-, como testimonio de algo”, dice con la música de Allen Toussaint de fondo y una mirada que no titubea. A pesar de eso, sigue eligiendo la provincia en los meses de calor, cuando los paisajes de montaña aventuran el reencuentro con los seres queridos. “Siempre tuve la idea de venir, por eso construí este refugio. Cuando me hice este lugar tuve el conflicto de no saber a dónde estaba hasta que me acostumbré a moverme. Paso gran parte del verano acá y me encanta: es muy lindo y fresco, aunque a veces me jode un poco el ruido de los boliches”, comparte.
Lleva una remera de Lennon debajo de una camisa a cuadros. Sobre el pelo blanco, una boina de paño azul y en los ojos, la mirada afilada detrás de unas gafas circulares. De la cuadra que lo vio nacer, en la Cuarta Sección, guarda amigos como Atilio, su vecino inmediato, y el recuerdo de “los gallegos”, una familia de inmigrantes que después de trabajar en el mercadito que tenía, reunía a propios y ajenos para disfrutar de la música y ahogar las penas del desarraigo. “Yo pienso que en esos lugares está realmente la influencia que uno busca. Para mí el buen humor de ellos fue fundamental”, dice (la voz serena, las piernas cruzadas).
De aquel pasado conserva tesoros sobre las repisas de su estudio. Allí los trompos de madera con los que jugaba de niño, o dos títeres de pie -el negrito y el lobo- con los que improvisaba historias para los chicos del barrio junto a su elenco de hermanos. En las tablas de objetos preciados conviven, además, una obra del maestro Roberto Páez, libros muchos, la foto con los compañeros de la Escuela Normal, pinceles, plumas y palitos, una instantánea con Quino, dibujos, pasteles, acuarelas y la figura de la artista Marta Vicente, madre de sus hijos y compañera desde que eran jóvenes, estudiantes y soñadores.
-¿Cuándo empezaste a dibujar? (prefiere que lo tuteen)
-Yo era un chico muy tímido y retraído... A los 7 u 8 años tuve una enfermedad renal llamada glomerulonefritis que me obligó a mantener reposo durante algunos meses. Dibujar era mi entretenimiento. Copiaba e inventaba mapas y más tarde historietas, cuando mi papá compraba Billiken y Patoruzito. Yo no tuve la más pálida idea de lo que era el arte hasta que entré en la facultad.
-¿Qué te dejó tu paso por la Universidad (Nacional de Cuyo)?
-Por empezar, muchos amigos y lindos momentos. Antes de entrar tuve otros conflictos, como terminar la secundaria, que me costó muchísimo porque me quedaban dos materias de mierda: Matemáticas y Contabilidad.
En la Academia Provincial de Bellas Artes hacía taller con José Luis Gómez y Dardo Retamoza, mis primeros maestros. Cuando entré a estudiar venía con cierto bagaje… Lo bueno fue que en la facultad conocí a un grupo de personas con el que enganchaba. Existía intercambio hasta con los mismos profesores, con Quesada por ejemplo. Había muchas discusiones políticas y un fervor muy fuerte en la mayoría de los chicos. Así nació Grupo 70, una especie de revista que amalgamaba a jóvenes escritores, poetas y plásticos de nuestras ramificaciones partidarias.
-¿Cuáles eran tus intereses?
-Mis intereses pasaban por el dibujo, obviamente, que era la caja de resonancia donde confluía todo lo que esa época nos daba, desde los Beatles al Che Guevara, del cual era un fervoroso admirador. Siempre aspiré a un socialismo, a una sociedad más justa, equitativa e igualitaria. A veces lo siento como una utopía y aunque me gusta lo que sucede hoy en gran parte de Latinoamérica tengo una sensación pesimista con lo que ocurre en el resto del mundo.
-¿Por qué decidiste irte a Buenos Aires?
-Fueron las circunstancias las que me empujaron. Yo tenía muchos amigos acá, la pasaba bien, era un momento de gran actividad política que me marcó y que al mismo tiempo era imposible de eludir. Después nos expulsaron… En Buenos Aires estaban todas las revistas y mi idea era publicar… Mirá, mi primer dibujo salió en Los Andes cuando tenía 17 años. Ahí conocí a Antonio Di Benedetto (por entonces subdirector), con quien entablamos una relación levemente amistosa. A mí siempre me gustó la literatura y ese fue nuestro lenguaje de encuentro. Leí sus cosas y me interesó mucho “Zama”. Después me regaló una versión dedicada y con las correcciones hechas por él a mano. Le propuse ilustrarla y le encantó la idea, pero yo estaba armándome, era un irresponsable…
Después de eso, a Scafati le siguieron años de publicaciones en revistas de humor como Hortensia, La cebra a lunares, Tía Vicenta o El péndulo, aunque también Vogue, Playboy, El país de Uruguay o Il Manifiesto de Italia. Se ha dado el gusto de ilustrar ediciones adorables de Drácula, Don Quijote de la Mancha, Martín Fierro, La metamorfosis, El gato negro, Arthur Gordon Pym o La peste escarlata, además de los libros de obras seleccionadas Tinta china, El Viejo Uno Dos y Mambo urbano.
Sus obras integran la colección permanente de los museos Nacional de Bellas Artes, Sívori, Rómulo Maggio, Arte Contemporáneo, House of Humour and Satire de Bulgaria, Collection of Cartoon en Suiza o la University of Essex, en Inglaterra. Ha sido nombrado Doctor Honoris Causa de la UNCuyo, Ciudadano Ilustre de la Ciudad de Mendoza y recientemente recibió el Premio Konex 2012 a la Ilustración -categoría hasta entonces inexistente-.
-¿Disfrutás más de la relación con la literatura o con el periodismo?
-Disfruto de todo… En algún momento fue un gran conflicto. Me interesa mucho la literatura, pero no soy un tipo que escribe sino que escribo en función de lo que dibujo y así surgen cosas complejas que no son historietas pero que tienen parte, que no son cuadros pero que se transforman en cuadros, por eso a veces me cuesta decir “soy esto”, porque circulo en una situación que es diferente… A mí me interesa mucho el libro como contenedor y objeto democrático que puede descifrar de igual manera alguien que está en Jujuy, Tierra del Fuego, Londres o Buenos Aires.
-¿Qué te producen los reconocimientos?
-Asombro porque, qué se yo… Me alegra que de algún modo se reconozca el trabajo casi secreto de muchos de nosotros. Por otro lado no creo demasiado en el significado de un premio, me cuesta. Lo acepto, lo disfruto pero también me pregunto: ¿Y esto?
-¿Cómo dibujás?
-Dibujo parado. El dibujo es como una danza, un juego entre equilibrio y desequilibrio donde te movés, salís, ves una cosa, luego otra y todo eso genera movimiento.
-¿Es cierto que lo hacés con tus propias plumas?
-Las fabrico de casualidad. Cuando éramos estudiantes, un diseñador amigo, Luis Sarale, trabajaba en una mueblería ubicada frente al comedor universitario, que funcionaba en la calle Rivadavia. Un día me trajo un manojo de palitos de mimbre, les saqué puntas y así fue. Estos accidentes son los que después uno incorpora a su estilo luego de un largo viaje y sin darse cuenta. Soy un vicioso de las plumas pero las uso poco; de cualquier manera no descarto ningún material: laburo con pasteles, lápices…
En el barrio de Caballito vive junto a su mujer. Disfruta de los paseos por la calle Corrientes y el barrio de Palermo, además de escabullirse en espacios de arte, cafés y librerías: “Soy un ratón de biblioteca”, dice. Por las calles y subtes anda con libretas y cuadernos listo para el acecho. “Cuando lo siento, me meto en un bar y escribo… Mi forma es compleja pero simple. Escribo lo que me pasa y lo que observo. Por ahí puede volverse muy metafísico, pero parte de algo real. Muchas veces me pongo en mis escritos como protagonista para estar presente ahí un rato y eso puedo hacerlo en cualquier lado. También me gusta escuchar conversaciones y anotarlas, eso me encanta”, explica.
Por estas horas, el maestro mendocino nacido el 24 de noviembre de 1947, amante del erotismo en tanto que arte, ese “todo lo es”, trabaja en una serie de dibujos de gran dimensión seducido por experimentar formas y métodos nuevos de trabajo. También ilustra una serie de retratos de escritores para una editorial coreana: “Es dificilísimo hacer coreanos para un tipo acostumbrado a ver mayoritariamente rasgos occidentales”, bromea.
El Tratado de la pintura de Da Vinci sigue tan presente como cuando lo leyó por primera vez. Palabra santa para el artista: “Bien sabemos que los errores se reconocen más sobradamente en las obras ajenas que en las propias y que a veces, censurando pequeños errores en los otros, ignoramos los grandes en nosotros mismos. (…) digo que cuando pintes debes servirte de un espejo plano y, a veces, contemplar en él tu obra, la cual, vista al revés, te parecerá de mano de otro maestro, pudiendo así juzgar sus yerros mejor que de otra guisa”.