Unos chipirones en su tinta, tortilla de patatas con cebolla y pimientos rellenos de hongos ¿Bacalao a la vizcaína?, seguro, y agréguele los pintxos de berenjena y jamón serrano que veo ahí.
La sidra bien fresquita y con espuma por favor, y para ir picando unos choricitos de pamplona y queso de Idiazábal, que me encanta ¿Cómo dijo que se llamaba el guiso de atún? Marmitako, eso, uno también. Y ya que estamos, hágame probar las chuletas de cerdo al puerro y el pulpo. Muy rico el pacharán eh, se siente el anisado y el dulzón de las endrinas. Y oigame ¿la cuajada del postre está hecha con leche de oveja no?
En esas se las pasa el viajero, pletórico. Pero no sólo por la comida con la que se deleita al pie de la barra, en ésta San Sebastián conocida en el planeta entero por la calidad de su gastronomía, que inunda desde prestigiosos restaurantes hasta tabernas de barrio.
También es por el ambiente, “El ambientazo” que le dicen, el de los bares y el de la calle, dónde la cultura vasca se percibe vivita y coleando, enérgica en el norte de España sin ser España. Siendo Euskadi más bien (“País Vasco” en Euskera, el idioma originario local), región que forma parte de la corona aunque en el alma es una nación aparte,porque tiene otra gente, y otro sentir, y otras quimeras.
Y mientras tanto los edificios históricos están preciosos, con ese estilo afrancesado (cómo para que no, la frontera a 25 kilómetros) que le queda de maravillas, y ni hablar de las playas y los paseos que hacen de costanera, sublimes con los cerros verdísimos y vigilantes y el Cantábrico Azul. No, no hay un ápice de exageración, queda claro, cuando decimos que San Sebastián es imprescindible.
Muchísimo en poco espacio
Difícil creer que una ciudad de sus dimensiones (no llega a los 200 mil habitantes) tenga tanto para ofrecer. A ver, como se explica. O lo que es más bravo, por dónde se empieza. Digamos por la Bahía de la Concha, que ahí llueven los primores, igual que las recurrentes gotas del cielo, las que permiten los tonos esmeralda de las montañas de algodón que dan a la espalda de la urbe y de los dos cerros que demarcan la bahía: el Monte Igueldo al oeste y el Urgull al este (paseo de aquellos, el Castillo de la Mota coronándolo y sensibles panorámicas de premio). Una costanera muy pituca la que se forma (hasta las barandas llevan diseño, linderas a edificios señoriales que enamoraban a los reyes extranjeros), una curva de un kilómetro y medio con bajada a la arena dorada, la mejor playa urbana de Europa, y vistas a la Isla Santa Clara.
Pegado, el centro histórico nombra a la Catedral del Buen Pastor, a la Plaza de la Constitución, a la Iglesia San Vicente, a las plazuelas bonitas y con fuentes que se encuentran entre las calles cerradas, al estilo belle epoque que se aprecia en el Hotel María Cristina, en el Teatro Victoria Eugenia y sobre todo en dos vecinos del mar: El Parque Alderdi Eder y el Ayuntamiento.
Aquí tiempo muerto. Porque con el Ayuntamiento sobreviene la política, que en Donosti (así se dice San Sebastián en euskera) despierta más pasiones que en ningún otro punto de la península ibérica. Explicación de ello es una coyuntura que involucra los anhelos independentistas de buena parte de la población (cerca de la mitad según las encuestas). Un sueño manchado en el sinsentido de la organización terrorista ETA, cuya sombra tiene fuerte ascendencia en la capital de Guipúzcoa y los tradicionales pueblos de los alrededores.
Pero a lo que íbamos: el alcalde, elegido por voto popular hace 3 años, pertenece a BILDU, un partido de raigambre independentista e incuestionables lazos políticos con ETA. “Igual ojo con lo que dices chaval, que aquí hay que tener cuidado cuando se vuelca el tema de la política a la mesa. Uno nunca sabe con quién está hablando” advierte Iñaki, de la mano de una copa de tinto furioso en un tugurio del barrio de Gross. El viejo, de mucha tela cortada en éstos particulares, da miedo, y no por su cara.
El mar, de nuevo
El mismo Gross trae a cuenta otras bondades locales. Anida cerquita del centro, y a él se arriba cruzando el Río Urumea a través de cualquiera de los elegantes puentes. Desde allí ya se ve el palacio de congresos Kursaal, una de las obras más emblemáticas de Donosti. El gigantesco cubo (sede del famoso Festival de Cine de San Sebastián), da la cara a la playa Zurriola, y a cientos de surfistas que con los montes Urgull y Ulía a los lados, aguardan la buena ola, la que nunca llega.
Todavía más tranquilo anda el Cantábrico en el extremo de la Bahía de la Concha, domicilio del antiguo puerto. Merienda para pintores y amantes de paisajes rotos, en la que los botes de pequeña escala (los grandes hacen postas en el Puerto de Pasajes, en las afueras), dejan ver marineros de manos inmensas, y la conexión intrínseca, casi genética, de los vascos con el océano. De fondo está San Sebastián, resplandeciente.
Una lengua imposible
La nariz contundente, la voz gruesa, la amistad medida pero robusta, la honestidad de bandera, el cuero duro como la piedra de las montañas en las que sus abuelos pastaban ovejas, el corazón blando, aunque les dé vergüenza. No hace falta que digan que son vascos, los delata la coyuntura. Y más cuando se ponen hablar el euskera, ese idioma imposible que no tiene vínculo con ningún otro en el mundo, que destroza la paciencia de los lingüistas y despierta la curiosidad crónica del viajero.
Lleva mucha “k”, mucha doble “r” y mucha “z” ésta lengua que es una de las pocas de Europa que no tiene origen indoeuropeo (igual que el húngaro o el finés, por ejemplo), que no es ni por asomo parecida al castellano, y que pudo mantenerse viva gracias del celo y la porfía de la sociedad vasca, históricamente muy cerrada y muy protectora de sus tradiciones. “Kaixo” dicen ellos para decir “hola”, “Ezkerrik asko” para decir “gracias” y “Euskal Herria” para referirse al conjunto de los llamados siete territorios históricos (cuatro en España y tres en Francia), los que conforman la patria vasca. En la provincia de Guipúzcoa (y por ende en su cabecera, Donosti) es donde más se habla el Euskera (casi la mitad de la población), aunque prácticamente todos se comunican también en castellano.
Así las cosas, a nadie extraña que la lengua nativa perfume las peatonales y los cafés de la ciudad, que domine la comunicación gráfica (los carteles de tránsito, por caso) y que sea el idioma exclusivo de algunos de los acontecimientos más populares, cómo los partidos de pelota (o frontón, el deporte nacional), las fiestas gastronómicas y las carreras de remo en la Bahía de la Concha.