José de San Martín había nacido en un reducto guaraní de las colonias españolas en América. Era hijo de un militar español de escasa suerte que terminó volviendo a la península con algún ahorro que dedicó por entero a sus hijos varones para que proyectaran una carrera distinta a la que había experimentado.
Por lo que junto a sus hermanos ingresaron como cadetes al Ejército español, de cara a la reforma militar ejecutada por los Borbones para contrarrestar el avance de imperios rivales.
Tal oficio o profesión lo volcó al ciclo de guerras europeas que siguieron al estallido de la Revolución Francesa por el que España tuvo que modificar su política de alianzas, una y otra vez, y desplazar sus ejércitos por África y Europa. San Martín allí conoció el fragor de la guerra y las derrotas, y como soldado del Rey asistió a la debacle de la monarquía, que derivó en la inaudita abdicación de los Borbones al trono español, y el avance imparable de las tropas francesas en la península entre 1808 y 1814.
El nuevo rey José I, impuesto por Napoleón, despertó la adhesión de una porción de españoles, mientras otros tantos formaron juntas provinciales en rechazo a la nueva dinastía, promovieron alzamientos populares en masa, y pusieron en marcha ejércitos y milicias para resistir la invasión.
En ese lapso, San Martín desempeñó con eficiencia y gallardía sus dotes militares al servicio del Rey cautivo, y de las autoridades sustitutas que gobernaron en su nombre. No obstante, las desinteligencias que éstas llevaban a cabo en el teatro de la guerra (que condujo al ingreso de los ingleses en la guerra contra los franceses), y la crisis de autoridad desencadenada por la imponente movilización popular, no pasaron desapercibidas para el joven militar.
Sobre todo cuando tuvo oportunidad de apreciar la furia de la plebe en Sevilla que terminó con la muerte de su superior, episodio que representaría un aprendizaje forzoso de los riesgos que introducían las revoluciones en el orden social.
La fuga de la multitud lo condujo a cumplir con varios destinos para recalar en Cádiz, la sede gubernamental de los liberales españoles que pretendían arbitrar la crisis y retener el control de las colonias, y en base de operaciones de los generales (españoles e ingleses) que dirigían no sólo la guerra contra el Mandón de Europa, sino también una activa política de propaganda a favor de los preceptos constitucionales contrarios al absolutismo.
En esa atmósfera politizada, San Martín frecuentó las tertulias de americanos que conspiraban contra el dominio colonial de España, y fue a través de ellos que ingresó a una sociedad secreta cuyas ramificaciones lo condujeron a Londres, convertida en principal refugio de los precursores de las independencias hispanoamericanas.
En la capital del Imperio británico, San Martín se empapó de planes militares y renovó el juramento de bregar por la libertad de América, junto a quienes lo acompañarían en la travesía atlántica para llegar a Buenos Aires, y ofrecer sus servicios militares al gobierno insurgente que, desde 1810, pretendía afianzar la revolución en el Río de la Plata.
De Buenos Aires y Tucumán
A esa altura, los ejércitos revolucionarios habían sido rechazados en Paraguay, resis-tían el acoso de los realistas afincados en Montevideo, y el Ejercito del Norte había sido derrotado en Huaqui, lo que había opacado los triunfos de Salta y Tucumán, y advertía sobre las severas condiciones para hacer la guerra frente a la poderosa descarga militar dirigida desde Lima por el férreo defensor de España y su Rey, el virrey Abascal.
Con el grado de coronel, y ante la ausencia de militares profesionales, encaró la organización de un regimiento inspirado en el modelo napoleónico que tuvo su bautismo de fuego en las orillas del Paraná.
Asimismo, la adhesión a la revolución y a la independencia quedó acreditada en su activa participación en el derrumbe del Primer Triunvirato, al movilizar la fuerza armada que encumbró a los hombres de la logia en el gobierno, y abrió las puertas a la Asamblea Soberana que impulsó leyes a favor de la libertad civil, y consagró la simbología patriótica que distinguiría a la revolución rioplatense en el continente.
Poco después, condujo el Ejército del Norte, y en Tucumán pudo apreciar los “fragmentos de un ejército derrotado”. Ese diagnóstico le hizo ver que las rutas altoperuanas no ofrecían garantías para hacer la guerra, y que tampoco la organización militar era satisfactoria por lo que sumó opinión favorable para remplazar la estrategia defensiva por otra ofensiva, e impulsar un “plan continental” que tenía como base hacer la guerra en Chile y avanzar sobre Lima, el centro de la contra-independencia.
Para ello, era necesario formar un ejército entrenado y con unidad de mandos. Dicho objetivo requería lugar y tiempo para su ejecución por lo que la Gobernación de Cuyo presentaba condiciones favorables por su cercanía a Chile, y por hacer estado ausente del teatro de la guerra.
El gobierno de Cuyo y la formación del Ejército
San Martín llegó a Mendoza en un contexto sombrío ante la inminente derrota de los patriotas chilenos en Rancagua. Esta no sólo habría de enfrentarlo a la restauración del pendón real tras la cordillera, sino también a gestionar el impacto del arribo de miles de emigrados chilenos en la jurisdicción, y a domesticar la rivalidad entre sus líderes, José Miguel Carrera y Bernardo O’Higgins.
Una vez controlado el desafío carrerino, San Martín volcó esfuerzos para gobernar la jurisdicción, y ponerla al servicio de la organización del ejército.
En una carta escribió: “Haremos soldados de cualquier bicho”, por lo que entre 1815 y 1816 encaró el reclutamiento general de hombres que afectó a todos los grupos sociales, dando origen a una formación militar multiétnica integrada por negros, indios, mestizos, blancos pobres y distinguidos; algo más de 5.000 personas fueron integradas de manera coactiva o voluntaria a las filas del ejército (cerca del 10% de la población de Cuyo), y otras tantas como fuerzas de refuerzo, o proveedoras de uniformes, armas, municiones, alimentos, abrigo y ganado.
Tal empresa resultó tributaria de fondos propios (por la vía de gravámenes ordinarios y extraordinarios), como también de transferencias de dinero procedentes de la Caja Nacional, que permitía saldar en tiempo y forma el salario del personal militar en todas sus categorías que, como señaló el general Espejo, constituía un incentivo primordial para preservar la obediencia de la tropa y evitar la deserción.
El éxito de tal emprendimiento también descansó en un esquema de poder local que incluía a los tenientes gobernadores de San Luis y San Juan, los cabildos, los comandantes de frontera, los capitanes de milicias, el personal eclesiástico, y una extendida red de jueces menores, maestros de postas y espías esparcidos en la ciudad y las campañas.
En conjunto, el gobierno de San Martín en Cuyo puso en evidencia el alcance de la solidaridad política en las guerras de independencias de áreas o jurisdicciones periféricas, la cual resultaba animada por una tenaz y entusiasta pedagogía patriótica actualizada periódicamente en los cuarteles, escuelas, plazas y desde el púlpito.
El ritual público que festejó la independencia declarada en Tucumán el 9 de julio de 1816 dio cuenta del entusiasmo popular, y del gobernador de Cuyo quien había insistido a los representantes cuyanos en el Congreso sobre la urgencia de romper el vínculo con España y cualquier otra dominación extranjera.
De Chile a Lima
Las destrezas militares de San Martín se vieron en Chacabuco que permitió sólo expulsar a los realistas de Santiago por lo que la guerra continuó en el sur chileno. Entretanto, el reconocimiento público le permitió reforzar el vínculo con Pueyrredon, quien mantuvo el compromiso de sostener el ejército en Chile, a pesar de las exigencias que demandaba la guerra civil, es decir, la que enfrentaba a las Provincias Unidas con los artiguistas o “anarquistas” del Litoral.
Tales apoyos infligieron el desempeño errático aunque finalmente exitoso del ejército en Chile, en cuanto la cohesión de la fuerza militar si bien resultaba subsidiaria del apoyo financiero, su inestabilidad dependía de las disidencias internas entre las formaciones militares coaligadas en el Ejercito Unido, y del papel que allí ocupaba el conflicto entre los directoriales, y el líder del partido carrerino.
Las diferencias gravitaron en la derrota de Cancha Rayada, y en la alarma general que despertó en Chile y en Mendoza, donde se aceleró el proceso criminal contra Luis y Juan José Carrera, que dictaminó la pena capital días antes del triunfo decisivo de Maipú, para el cual San Martín se vio compelido a inflamar el espíritu patriótico en Santiago para reunir fuerzas dispersas, y frenar el desconcierto que envolvía a los partidarios de la independencia.
El éxito de Maipú devolvió a San Martín a Mendoza y a Buenos Aires. Como antes, recibió honores oficiales y representaciones alegóricas a la gloria y la libertad. No obstante, el tono de los festejos no satisfizo sus expectativas sobre la obtención de recursos para organizar la expedición al Perú, la cual quedaría a cargo del gobierno chileno, y de gestiones complementarias dispuestas a proveer la escuadra naval destinada a acosar puertos y flotas en poder de los realistas.
La firme convicción de que Lima debía ser conquistada a la causa independiente lo condujo a tomar decisiones de altísimo impacto político para el gobierno de las Provincias Unidas en Sudamérica, y la Gobernación de Cuyo. Precisamente, el apoyo a la constitución centralista sancionada por el Congreso que fue jurada por el Ejército en Cuyo, sus preferencias monárquicas para gobernar las soberanías independientes y la persistente presión fiscal sobre los pueblos cuyanos, pusieron en jaque las bases de su liderazgo al interior de los cuerpos armados, y entre San Martín y el gobierno central.
Ese denso proceso de redefiniciones políticas lo condujo a desconocer la orden de poner la fuerza militar al servicio de la guerra que las Provincias Unidas llevaban a cabo contra Artigas, presentar su renuncia y volver a repasar los Andes, junto a una porción de oficiales y tropas que hicieron igual opción, a diferencia del batallón de Cazadores acantonado en San Juan, cuyos jefes y sargentos de color lideraron una rebelión a favor de la federación, que contribuyó a quebrar el régimen revolucionario, y la Gobernación cuyana vigente desde 1813.
La expedición militar al Perú, y la gestión gubernamental que encabezó como Protector de la Libertad de Lima y de las intendencias de las costas que se volcaron a la independencia entre finales de 1820 y el 28 de julio de 1821, no atemperó ese drama de origen, en tanto el liderazgo del Ejército de los Andes había dependido de la opinión de jefes y oficiales, rubricada en la famosa Acta de Rancagua; por lo que no tenía ninguna autoridad superior, ni sustento material suficiente para mantener la cohesión.
A ese dilema habrían de sumarse otros igualmente importantes que hacían a las formas de organización política más adecuadas para gobernar las independencias frente al “estado social de los pueblos americanos”. En torno a ello, San Martín, y sobre la base del trayecto político rioplatense, y de la España liberal, no había ahorrado comentarios e influencias políticas para instalar ingenierías institucionales centralizadas, que incluían formatos monárquicos sujetos al imperio de constituciones.
Ambos dilemas -esto es, los desvelos sobre la conducción del Ejército en la guerra contra realistas en el Perú y la pretensión de erigir monarquías federadas en los territorios libres de la América del Sur- lo condujeron a entrevistarse con Bolívar en el invierno de 1822, a solas y sin testigos, cita de la cual extrajo el convencimiento que su tiempo político en América había concluido. Porque si bien compartía con el Libertador del Norte un compromiso inclaudicable con la independencia, el mismo no se traducía en concepciones idénticas sobre las formas de gestionar el poder independiente.
Para San Martín, la soberanía de los pueblos debía ser aceptada e integrada en monarquías constitucionales a cuya cabeza debía figurar un príncipe europeo, al ser entendido como garantía de estabilidad y como freno a la disputa o competencia por la sucesión.
Bolívar, en cambio, priorizaba la unidad entre las soberanías independientes, y sopesaba la inconveniencia de la monarquía como fórmula gubernamental en virtud de que la guerra había puesto en agenda la fuerza de los localismos que hacía inevitable la adopción del republicanismo, bajo un formato centralizado que llegaría a prever la presidencia vitalicia.
El rescate del prócer
Entre el arribo de San Martín al Río de la Plata y el periplo recorrido a lo largo de las campañas militares que contribuyeron a consolidar la independencia americana, transcurrieron tan sólo diez años. En ese lapso, la aspiración de liberar un continente entero estaba a un paso de ser cumplida aun a costa de haber alimentado todo un haz de desconfianzas e intrigas entre el elenco de adversarios cosechados en su estelar trayectoria política y militar.
Esa nueva opción que lo devolvió al Viejo Mundo resultaba tributaria del escenario abierto tras la emancipación que mostraba sin contrastes, los límites infranqueables al desafío de hacer de una experiencia y cultura política común, el sustrato vertebrador de la integración territorial americana. Bajo esas condiciones, era poco probable que el desempeño de San Martín pudiera ser valorado por sus contemporáneos.
Sólo después de su muerte, y para cuando las élites intelectuales y políticas argentinas, percibieron la potencialidad del pasado revolucionario en la creación de lazos e identidades nacionales, la trayectoria de San Martín fue progresivamente rescatada del olvido para encumbrar el panteón nacional.