Hoy se cumplen 164 años de la muerte de don José de San Martín. Me pongo de pie y lo venero. Grande entre los grandes. San Martín vive en el corazón de su pueblo. Es el argentino mas amado por todos.
Hablaba un poquito con la zeta producto de los 25 años que pasó entre españoles y, a pedido de la tropa, no era extraño verlo al lado del fogón, cantando y pulsando la guitarra.
Se hacía respetar y ejercía el mando con firmeza porque daba el ejemplo de valentía y como estratega. Pero nadie le quitaba el placer de comer un puchero, charlando con el cocinero sobre los secretos de los aromas y los sabores, o comer un asado a cielo abierto en plena cordillera de los Andes.
Mientras la cruzaba en mula, en caballo o en camilla en la más grande epopeya americana que se recuerde, solía abrir los bailes con el minué porque era un prócer de carne y hueso. Y algunos dicen que don José tenía fama de don Juan.
Fue un ejemplo de rectitud cívica en tiempos de traiciones, corrupción y contrabando. Enseñó a no discriminar predicando con el ejemplo: creó el regimiento número 8 de los negros y después les dio la libertad tal como se los había prometido a sus queridos faluchos.
Estamos hablando de alguien que como primer acto de gobierno en Perú aseguró libertad de prensa y decreto la libertad de los indios y de los hijos de esclavos y encima redactó el estatuto provisional, un claro antecedente de nuestra Constitución tan humillada durante demasiado tiempo.
Su gran preocupación fue no concentrar el poder y por eso creo el Consejo de Estado y se preocupó para que el Poder Judicial fuera realmente independiente.
Igualito que ahora, ¿no? Igual que Néstor y Cristina, que solo se preocuparon por apretar a cuanto periodista dijera alguna verdad, por aspirar a la suma del poder público eternamente y por manipular la Justicia hasta ponerle la camiseta partidaria.
Qué bien que nos vendría ahora ese San Martín convencido de que la educación era la forma más profunda de soberanía. Decía que la educación era más poderosa que un ejército para defender la independencia.
Es que San Martín era un militar y un guerrero de una capacidad extraordinaria. Pero también un demócrata cabal. El principal lema de la Logia Lautaro que él redactó dice textualmente: “No reconocerás como gobierno legítimo de la patria sino a aquel que haya sido elegido por la viva y espontánea voluntad del pueblo”.
Las maestras del primario siempre nos recordaron que jamás desenvainó su sable contra sus hermanos ni por razones políticas, y eso que varias veces se lo ordenaron.
Disciplina, sí. Obediencia debida, no. En una carta que le mandó al caudillo santafesino Estanislao López, que convendría leer en voz alta a nuestros hijos un par de veces al año, le dice: “Divididos seremos esclavos”.
Justo hoy que estamos tan enfrentados, tan fragmentados como sociedad. Justo hoy que la grieta que abrió el gobierno en esta década nos llevará años poder cerrar.
San Martín era el que se bancaba con una valentía increíble su solitaria lucha contra el asma y el reuma. El que se levantaba tempranísimo para poder tolerar sus úlceras gástricas, que lo llevaban a fumar opio para calmar los terribles dolores que tenía.
Era austero y honrado hasta la obsesión. Incluso le hizo quemar a su esposa Remedios los fastuosos vestidos de París que tenía porque decía que no eran lujos dignos de un militar.
Manejó cataratas de fondos públicos y murió sin un peso, muy lejos de Puerto Madero en todo sentido. En su testamento se negó a todo tipo de funerales. La muerte lo encontró en el exilio, casi ciego.
Hay muchas formas de intentar definirlo en pocas palabras. El Gran Capitán, el Libertador de América o El Santo de la Espada. Por lejos, es el argentino más grande de todos los tiempos.
Para mí es el Padre de la Patria. Por eso hoy lo necesitamos más que nunca. ¡Qué bien que nos vendría en estos tiempos de cólera su sabiduría y su coraje patriótico!
Qué bien que nos vendría que bajara del bronce o se escapara de los libros para darnos cátedra de cómo ser un buen argentino. Porque todavía vive en el corazón de los argentinos.
Porque todavía lo necesitamos para recuperar la confianza en nosotros mismos. Para reafirmar nuestra identidad y para que siga sembrando utopías libertarias en el seno de nuestro pueblo y por todos los rincones de nuestra bendita Argentina.
Para que nos siga iluminando aun en los momentos más oscuros.
Es el Padre de la Patria y nosotros, sus hijos, debemos honrar su memoria tratando de multiplicar sus valores y de construir una Argentina a su imagen y semejanza.
Llegó la hora de ponernos de pie. Ya pasaron 164 años de su muerte.Tenemos que hacernos cargo y juramentarnos. Es la ley de la vida. Sin nuestro padre, tenemos que construir una patria justa para nuestros hijos. (Gentileza Radio Mitre).