San Carlos: puesteros del Yaucha no se resignan a perder sus tierras

Llevan más de un siglo de litigio judicial con el Ejército. Son varias generaciones de criadores de animales que han sufrido amenazas y hasta abusos de abogados. “Patria se hace acá”, dicen.

San Carlos: puesteros del Yaucha no se resignan a perder sus tierras

“Heredamos esta vida y hemos criado nuestros hijos enseñándoles a querer el campo”, dice José Ramón Castro mientras acerca unas brasas al fuego. El frío afuera golpea con fuerza. Las lluvias y nevadas ya le mataron varias ovejas. Con tantos días nublados, los paneles solares no se han cargado y su casa está en penumbras. Pero al rescoldo, Ramón no logra ocultar su emoción: “Defendemos nuestros campos porque no sabemos vivir de otra manera. Los queremos para vivir, no para negociarlos”.

Los puesteros de la estancia Yaucha (los de siempre, no algunos “avivados” que se han sumado en los últimos tiempos con otros fines) llevan décadas luchando por las tierras donde caminaron sus antepasados. Esta porción del secano sancarlino -cuya posesión hoy defienden ante la Justicia contra el Ejército- es el sitio donde apostaron a la crianza de animales por generaciones y donde cada día eligen renunciar a las comodidades urbanas para abrazar la ruda pero apacible vida de campo.

En esta lucha se les ha ido la vida. Por la causa, aprendieron que las leyes no siempre defienden al lugareño y que la ingenuidad se paga con creces. Soportaron el maltrato y las amenazas de militares que les exigían a punta de escopeta un pago por el uso de esos campos. Toleraron los abusos de abogados que les “perdieron” documentación y sólo estaban tras unas pocas hectáreas. Escucharon miles de promesas de legisladores y políticos de renombre que se fueron con el viento. Y en las disputas libradas en el terreno, también perdieron a hermanos e hijos.

En total, son 110 mil hectáreas de la estancia Yaucha las que están en juego. La disputa entre los puesteros y el Ejército viene desde principios del 1900, con períodos de mayor o menor virulencia. El año pasado, el Ejército les abrió juicios particulares a unas 12 familias de puesteros.

Hoy, ellos ven que su lucha de toda una vida está llegando a instancias decisivas y temen que la defensa -en quien confiaron y que coordinaron al principio con el asesoramiento del municipio- haya desaprovechado instancias y pruebas para corroborar las décadas (más de 8, en algunos casos) que ellos llevan en el lugar. “Nos sentimos engañados. No se nos notificó para ir a declarar o para llevar a los testigos, y hay pruebas que no están incluidas”, reclaman.

Historias de vida
"Parece que tienen más aceptación los extranjeros que nosotros", se queja Osvaldo Estrella, cuyo abuelo Salomé Estrella ya aparece en la primera mensura que se le hizo a su campo en 1930. Por ser nacido y criado en el monte, sabe que las disputas se agudizaron cuando creció el interés de capitales foráneos. Ahora, con la ruta 40 (la vieja 101) asfaltada y un acceso más fácil, el terreno es aún más codiciado.

“Patria no se hace en una oficina con aire acondicionado, se hace acá”, asegura el hombre. Recuerda las nevadas en que no se podía salir del rancho, cuando “todo se hacía a puro caballo” porque no había caminos y cuando “no hacía falta alambrar, porque todo sabíamos dónde empezaba y terminaba su propiedad”. El campo, para don Osvaldo, también es el sitio donde está enterrado su abuelo, quien salió a buscar animales un día y murió de un ataque al corazón.

“Les enseñamos a nuestros hijos a querer la tierra y luego nos obligan a abandonarla”, se confiesa don Ramón Castro, cuyos tres hijos (Ramón, Yamila y José Gualberto) siguen sus pasos. En la mano, tiene una vieja y rota escritura de los inicios de la estancia Yaucha. “No somos improvisados, sabemos de animales y de cómo pasar penurias. Los gobiernos no nos ayudan a los puesteros, por eso los campos van quedando despoblados”, reflexiona este hombre que nació en el suelo que trabaja.

La pregunta que se hacen los campesinos es “para qué quiere el Ejército esas tierras”. “Apenas si pasan por aquí”, arremete Jorge Luis Sosa: “Sólo en el último año vemos pasar a unos soldaditos a hacer presencia en el viejo casco de la estancia, que desde siempre estuvo abandonado”.

Doña Inocencia tiene 82 años y vive en el puesto conocido como La Invernada, por sus excelentes pastizales. Se mudó al lugar cuando su hija y yerno murieron en la Laguna del Diamante, hace como 20 años, y ella crió a su nieto. Sus ojos se humedecen con facilidad por los recuerdos. Es que ha sufrido en carne propia los abusos de las mineras y las peleas por el territorio. Por este motivo (hay un juicio de por medio) perdió años atrás a su hijo Evaristo.

Cada huella, cada sitio, cada puesto de la estancia todavía llevan nombres que les pusieron sus antepasados. Por ejemplo, los abuelos de Paola Pacheco (Clemente Pacheco y Pilar Verón) se casaron y se fueron a vivir al puesto hoy conocido como Veronino. Después, se establecieron donde hoy Paola vive con su esposo y tres hijos. Su madre, Iris Granda, fue por largo tiempo la valiente agente sanitaria que recorría los puestos llevando vacunas y programas preventivos.

“No cambio por nada mi niñez en el campo”, sostiene la puestera, quien intentó vivir unos años en Eugenio Bustos pero reconoce que la ciudad la “sofoca”. Disfrutar la inmensidad del paisaje, que sus hijos se pierdan todo el día jugando en el monte y lleguen “hechos cascotes” pero felices son valores que no negocia. Sin embargo, debe trasladarse toda la semana a la casa de su mamá en Los Alamitos para que los chicos puedan asistir a la escuela en Piedras Blancas, sin “desmembrar tanto la familia”.

“No vamos a renunciar a esta tierra, que encierra toda nuestra historia. Iremos hasta las últimas consecuencias”, coincidieron los puesteros, contagiándose esperanza con un brindis como excusa. Los relatos siguieron en torno a la olla repleta de carne humeante y bien sazonada. Es que este puñado de buenos anfitriones se reconocen como salidos del mismo vientre y saben de sus fuerzas.

Una historia de demandas cruzadas

Las 111 mil hectáreas que están en cuestión pertenecían a la chilena Margarita Mosso y figuran en los expedientes como Campo Alvarado. En 1947 fueron expropiadas por el Estado con fines de “colonización y fomento”. Sin embargo, luego el entonces Ministerio de Guerra fue autorizado a disponer del predio “para satisfacer necesidades de defensa nacional”.

Según atestiguan los puesteros, hace mucho tiempo que ya no hay maniobras en el lugar. “Se trata de una zona de seguridad de frontera y esto está avalado por ley”, explicó uno de los letrados que trabaja en las actuales causas para el Servicio Jurídico del Ejército en Buenos Aires, quien adelantó que la situación hoy sólo se puede dirimir en la Justicia, “a menos que haya una orden legislativa”.

Antes de llegar a los juicios, hubo demandas cruzadas. En 2001, los puesteros denunciaron que los militares los obligaban a pagar un canon ilegal por estar en el lugar, lo que terminó con efectivos locales removidos. En 2011, recibieron cartas documentos para desalojar sus campos y se organizaron con acciones comunitarias para dejarlas sin efecto.

En marzo del año pasado, el Ejército abrió juicios particulares a una  quincena de familias. Las causas son llevadas por el Juzgado Federal N°2 en Mendoza y los puesteros entienden que son etapas decisivas y que este año puede salir la sentencia. Están disconformes con algunos puntos de su defensa y dicen haber perdido instancias de presentación de testigos y  pruebas.

Por ello, algunos han cambiado de patrocinio y meses atrás pidieron asesoramiento y apoyo legal a la organización social Crece desde el Pie, con quienes están hoy trabajando en la reestructuración de su defensa.

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