Jorge Sosa - Especial para Los Andes
Cuando vi la película “Luna de Avellaneda” me sentí identificado. La película defiende la existencia de los clubes de barrio, y yo crecí en un club de barrio. Ahí aprendí deportes como el basquet, el tenis, el voley, el patinaje artístico; pero también aprendí el truco, el tute, el billar; pero también aprendí bailes nativos, algún tipo de gimnasia; pero también aprendí a hacer amigos y a enamorarme.
Cuando las tardes del pueblo se poblaban de monotonía y yo no hallaba qué hacer conmigo mismo, caminaba hasta el club, porque sabía que ahí me estaba esperando el flaco Fermi, o el Peludo Ovando, o el Pocholín Borragini. Alguno estaba, y entonces nos prendíamos sobre una mesa tapizada en verde, con taco de punta endeble y tiza azul horadado; o nos intelectualizábamos en una partida de ajedrez, o simplemente nos sentábamos debajo del aro de básquet a tramar algún futuro seguramente imposible.
Cuando alguien me iba a buscar a casa mis padres le decían: - Andá a buscarlo al Club – porque ellos sabían que ahí estaba, y además, que ahí, nada malo me podía pasar.
Ahí aprendí a conocer a la vecindad, a toda, porque en algún momento aparecían las peñas de amigos, o los trucos furibundos donde hasta el cura mentía, o aquellas fiestas patrias que se celebraban con locro furibundo y vino encendido mientras el grupo de baile del club desparramaba sobre la pista un desatino de zambas y chacareras. Ahí, en noches de un enero a cielo abierto, aprendí en la guitarra destartalada del “Chinchibira” Gutiérrez, mi primeros acordes en tono y dominante, tratando de alcanzar, precariamente, “Lunita Tucumana”, mientras nos dábamos aliento con tragos de un vermú disfrazado de bidú cola. Yo fui adolescente en un club de barrio, y si algo bueno tengo, ese algo debe tener origen en esas instalaciones precarias de todo, menos de sueños.
En esta época de inseguridades y de jóvenes que hacen cosas dañinas porque no tienen que hacer, tal vez sean los clubes un refugio para las buenas artes y las buenas costumbres, un modo de socializarse, una contención ante tantas tentaciones. El club es esencialmente bueno. Cada uno existe por voluntad de algunos abuelos que decidieron pasar parte de sus vidas juntos, sonriendo, laburando, haciendo, dándole la posibilidad de espacio, recreación y cultura a los que iban viniendo.
Si en cada barrio hubiera un club medianamente cuidado, con algunos recursos para crecer, seguramente algunos índices de siniestros disminuirían. Atender los clubes es algo más que promover una actividad social, es darnos un mejor futuro, porque nada que vaya hacia el futuro puede ser malo si parte de un lugar de amistad. No pueden ser atacados por tarifazos e impuestos por parte de los gobiernos, porque los clubes hacen lo que muchas veces no hacen los gobiernos, darle un espacio de encuentro y crecimiento a la buena gente de los buenos barrios.
Hay muchos clubes en Mendoza que están en estado de agonía, tratemos de salvarlos y volverlos a la vida. Sembremos Mendoza de clubes que seguramente vamos a tener muy buenas cosechas de muy buena gente.
Cada vez que vuelvo a mi pueblo, después de los saludos protocolares, siempre voy a mi antiguo club, porque a pesar de que ya no estén, tengo la absoluta seguridad de que, bajo el aro de básquet, me están esperando el Flaco, el Peludo y el Pocholín.
Que se encienda en las noches de los barrios una Luna de Avellaneda.