"Al costo, costo y al mismo precio que los vas a encontrar en La Salada de Buenos Aires", vocea Mario, con tono porteño y canchero. El hombre está detrás de una tabla que hace de mostrador y debajo de una lona verde que casi le roza la pelada y que viene siendo el techo de su pequeño local, donde intenta vender ropa y cubrirse de la lluvia que cae desde la madrugada.
Hace mucho frío y sobre las tablas exhibe sin orden kilos de calzas y remeras de distintos talles y colores. Muchas de las prendas están mojadas por el agua que se cuela desde el techo y todo tiene el mismo precio: $ 30 la unidad, $ 25 mayorista.
-¿Cuánto es mayorista?
- Más de tres prendas -dice Mario, que maneja uno de los casi 200 puestos textiles que atienden este fin de semana en el terreno de La Salada en Santa Rosa, a un costado de la ruta 7, muy cerca del predio ganadero municipal.
Son las 11 de la mañana y la insistencia de la lluvia ha vuelto barro buena parte del improvisado callejón donde se ubican las tiendas. Detrás de cada puesto hay enormes bolsones de nylon, cerrados con cinta adhesiva y llenos de ropa: son la reserva de las decenas de prendas que los feriantes ofrecen al público. La Salada atendió ayer todo el día y hoy vuelve a abrir.
"Mire patrona, qué le parece, directo de la fábrica y sin intermediarios que le arranquen la cabeza", dice Miguel mientras ofrece una bandolera por $ 30. La mujer mira la cartera por un lado, por otro y dice que ?sí' con la cabeza pero al final es un ?no' y se va. "Y... algo se vende pero la mayoría de la gente solo pregunta", resume el hombre, que le echa la culpa por lo malo del negocio a la altura del mes en la que estamos y a que el día no está ayudando porque la lluvia y el frío lo complican todo.
Una docena de medias por $ 50, un jean por $ 80, una gorra con víscera a $ 20 o un equipo de gimnasia por $ 150 es parte de la oferta que ofrece la feria. Con cada compra, los vendedores entregan un número para el sorteo de diez motos y veinte bicicletas. La condición para llevarse el premio es estar al momento del sorteo. Un rato más tarde, una chica regala números de esa rifa y me quedo con uno: el 52.460; puede darse pero con tanto número parece difícil que alguien se saque un premio y que justo esté en la feria.
-¿Y qué le parece La Salada? -pregunto.
-Hay algunas cosas lindas, pero también mucha baratija -dice Norma, que vino desde San Martín con su hijo de 6 años que hace rato quiere volverse a la casa: "Dejá de embromar o te vas al auto", le dice al niño y luego otra vez a mí: "Los precios están bastante bien, pero hay que mirar bien porque la calidad no siempre es buena".
En los fondos de la larga fila de tiendas alguien vende celulares y tiene decenas de modelos, todos liberados. Entre los equipos hay un Samsung Galaxy S4, eso al menos es lo que dice la carcasa.
-¿A cuánto el Galaxy S4? -pregunto como para saber, pura curiosidad.
-$ 1.200 -dice el muchacho mientras enciende el aparato y muestra cómo se puede juguetear con las funciones.
-¿Liberado?
-Ajá. Le ponemos tu chip y te lo llevás de acá funcionando.
-Pero ese es un teléfono de $6.000 en cualquier parte.
-¡No papá!, en La Salada cuesta luca doscientos -subraya el vendedor, apaga el teléfono y lo devuelve a la pequeña vitrina. Me voy antes de que me convenza, no hay manera de que semejante oferta no tenga alguna trampa detrás.
El predio donde la feria montó sus carpas es el mismo en el que se construye el galpón donde se levantarán los locales definitivos. "Lo que le hemos dado es una habilitación por 60 días, mientras construyen su edificio", comenta el intendente Sergio Salgado, mientras prueba un sánguche de milanesa que le acercó un municipal.
Hace algunos meses, el jefe comunal había prometido que no habilitaría a La Salada en carpas, pero cambió de idea. Así las cosas, en las tiendas todo es bastante precario: unos pocos palos sosteniendo alguna lona y una tabla a modo de mostrador.
A mitad de la feria hay un local que vende pañuelos a $ 20 y de la estructura sale un pedazo largo de hierro dulce, cuya punta está a la altura de los ojos de la mayoría de la gente. Nadie parece advertir el peligro y todos llegan a esquivarlo justo cuando están a punto de enterrárselo. Si no hay un accidente será casi un milagro.
Desde los puestos de ropa y calzado se desprende un sendero que va hacia los fondos del terreno y donde se levantan unos 40 quioscos de comida y artesanías, que son atendidos en su mayoría por santarrosinos.
"Ya vendimos todos los termos que trajimos y fuimos a buscar más", dice entusiasmada Gabriela, que tiene un quiosco de café y tortitas a $ 6 el combo. Frente a ella y desde un camión, una verdulería ambulante ofrece tres kilos de bananas por $ 10 y un poco más allá, hay una parrillada que por $ 60 vende una porción de asado.
Hay una playa de estacionamiento que sale $ 10 por vehículo. Es obligatoria para el que llega en auto porque no hay permiso para estacionar en las calles laterales. Negocio redondo y la policía junto a una docena de municipales que se encargan de que la disposición se respete.
Hasta ayer a la tarde se habían vendido unos 2.000 boletos de estacionamiento: pregunto y me dicen que parte de lo recaudado en la playa irá a "instituciones benéficas", aunque nadie sabe aclarar qué significa eso concretamente: "La iglesia, los clubes, esas cosas", arriesga alguien.
Las artesanías y la comida la ofrecen los santarrosinos y la venta de ropa está a cargo de porteños y bolivianos, así está más o menos organizada la feria. Ayer en la tarde la lluvia paró, hubo desfile de modas y las autoridades hablan de que a lo largo del día pasaron por la feria más de 20.000 personas Hoy, La Salada vuelve a abrir y luego cerrará hasta el próximo sábado.