Como precioso legado al hijo varón, un día le enseña a hacer fuego para el asado. Como un día su padre lo hizo con él.
Tarea que ella conoce por demás, pero disimula para, al menos alguna vez cada tanto, desligarse del espeso mandato de llenar estómagos familiares varias veces al día, de toda una vida. Es decir esos 25, 30? años!, hasta que los vástagos parten. A hacer comidas en otra casa ellas y a preguntar qué hay hoy, ellos.
Sabiéndose honroso responsable de la gran ceremonia de aquél mediodía con amigos, se alteró al descubrir cuán cerca de la vertical se hallaba ya el sol, y él todavía lejos de casa resolviendo trámites tanto o más graves que la tarea que lo aguardaba.
Sería una vez más el centro de la mesa y de las alabanzas. Nadie cómo él para elegir la mejor carne, salarla al punto justo, conocer qué tan cocida le gusta a cada uno de sus fieles, conseguir las achuras y chorizos inigualables de un mercadito de Luján o el pechito de cerdo que don Alberto trae de su puesto. Chanchos excepcionales, alimentados, no queramos saber con qué. Pero no limpios, por que ya se sabe...
El ritual se completa con el contenido del sagrado cáliz. Un chimichurri con secretos ingredientes. Vino? Miel? Salsa de soja? Chutney? Secreto bajo siete llaves.
Alterado por el contratiempo, llamó al primogénito, legándole, no sin dudas ni resquemores, por vez primera, la iniciación del fuego.
Mientras ella colaba papas y lavaba lechuga, llegaban a su ventana torpes sonidos, reveladores de los infructuosos intentos del adolescente tratando de dominar el ígneo elemento.
Apagó el horno donde terminaban de asarse los pimientos (sí, quedan más ricos a la parrilla, pero al paso que vamos, si no adelantamos con las ensaladas, no se come ni a las 5 de la tarde), tomó la billetera y salió al patio.
Acomodó la leña que había comprado días atrás previendo épicas corridas tratando de conseguirla a horarios imposibles. Encendió con naturalidad de sacerdotisa el fuego sacrificial.
Frente a él, justo cuando introducía las ramas de jarilla, se signó un pacto. A fuego. Con la sangre de esa maldita astilla. Por siempre jamás.
Como dogma de fe y bajo juramento, el muchacho asumiría como suya, ante cualquier tribunal, la absoluta responsabilidad por todas y cada una de las brasas que tornarían en milagro los sangrientos trozos de animales diversos.
Siguió su derrotero hasta el almacén de la vuelta. Faltaban chorizos.
Regresó a la cocina para continuar la faena. Escasos minutos transcurrieron hasta que comenzó a escucharse el inconfundible escape del auto, rogando de rodillas por un cambio, y el típico silbido de los filtros tapados.
Entra Carlos:
Disculpá se me hizo un poco tarde. Pero ya arrancó Pablito con el fuego así que estamos bien con el tiempo. Además es sábado y si se hace un poco tarde, no pasa nada. Sacaste la carne del freezer?
Si, anoche.
Bueno, la voy salando.
Dale
Una vez más el legendario asado estuvo a la altura del mito. Una vez más el coro agradecía incesantemente la ofrenda recibida. La carne, una manteca. Las achuras, increíbles. El chimi, cada vez más misterioso. Y picante. O dulzón? Es curry?
Él creía que eran los echalotes, pero la verdad es que se trataba de jengibre.
Fue la fórmula definitiva que Marta eligió luego de incontables pruebas que fue haciendo a lo largo de años, en el frasco que aguardaba en un rincón de la heladera sus cíclicos sábados de gloria.
A la hora del aplauso y brindis para el asador, Carlos compartió honores con Pablito, ungiéndolo en sucesor. Salvado el honor, padre e hijo agradecen y se miran satisfechos.
Marta brindó celebrando en sociedad los logros de sus hombres. Junto con el dejo a roble del malbec sabiamente seleccionado entre las ofertas del supermercado, aspiró el alivio por no tener que ocuparse del fuego la próxima vez en que amorosamente se la mime liberándola de la comida...
En un aparte de varones, mientras ellas levantaban platos:
Carlos, este vino está bárbaro.
Ya sabés, un buen asador, siempre sabe de vinos. Y de autos. Hablando de eso, te quería preguntar. Tengo un silbidito...
Amén.