Mamá cocina, limpia y plancha. El año pasado uno de cada dos europeos de entre 18 y 29 años vivía todavía en casa de sus padres, sobre todo por dos motivos principales: problemas económicos y un estrecho vínculo familiar. Sin embargo, a la larga la convivencia puede resultar difícil.
En el «Hotel Mamá», Alexander Bonn conoce bien al personal. A sus 22 años, Bonn estudia tercer curso de Ingeniería Química y vive todavía con sus padres. Ha cambiado su habitación de niño por el ático, donde tiene 30 metros cuadrados para él solo. Allí tiene su propio baño, un microondas y una nevera, que usa eso sí sólo para enfriar cerveza. Para comer baja a la casa de sus padres.
En décadas pasadas, los jóvenes buscaban independizarse pronto para así escapar al control familiar. «Hoy, sin embargo, una buena parte de los jóvenes viven felices con mamá y papá», afirma la psicoterapeuta Christiane Wempe, señalando que estos prefieren disfrutar de las comodidades de la casa familiar antes de abandonarse a la incertidumbre.
Para Alexander Bonn, seguir en casa de sus padres es una cuestión de dinero. «No recibo ninguna ayuda al estudio y tampoco tengo demasiado dinero, por lo que no me puedo permitir mi propia vivienda», dice. Y como puede estudiar en la misma ciudad, no le resultó difícil la decisión de seguir viviendo con sus padres, con los que tampoco convive de manera intensa. En su ático disfruta de cierta independencia y no tiene que responder a muchas preguntas de sus padres. «De vez en cuando veo el fútbol con mi padre, pero eso es todo», explica. Y cuando tiene que ser, cambia bombillas, repara la computadora o empapela el pasillo.
Christiane Wempe afirma que muchas veces el apoyo es bidireccional, pues a menudo los hijos apoyan a sus padres, como hace por ejemplo Alexander ayudándoles con reparaciones domésticas. «Los padres confían en que los hijos están ahí para ayudarles cuando es necesario», dice Wempe.
Con todo, a largo plazo puede traer problemas de convivencia el que adultos jóvenes vivan bajo el mismo techo que sus padres. El estado de ánimo empeora y las tensiones aumentan. Por ejemplo, el universitario inquieto molesta a los padres con sus entradas y salidas, al tiempo que éste no puede desarrollarse libremente, afirma Wempe. Se pone límites a la intimidad, pues a menudo sólo un fino tabique separa a padres e hijos.
Wempe indica al mismo tiempo que muchos de los jóvenes que siguen viviendo con sus padres buscan apoyo para convertirse en adultos. Muchos se sienten inseguros, asustados o desorientados. «El abandono tardío de la casa de los padres forma parte de un proceso de desarrollo retrasado», afirma, considerando que muchos se independizan más tarde y no se creen capaces de hacer muchas cosas solos. En su opinión, al convertirse los hijos en adultos, la relación padres-hijos tendría que convertirse en una relación entre iguales, pero quien sigue viviendo con sus padres a menudo acaba prisionero en viejos esquemas.
Christiane Wempe afirma que nadie debe forzar una salida de la casa de los padres. «Mientras las ventajas para la convivencia predominen, no hay ningún motivo para cambiar la situación», dice la psicoterapeuta. En su opinión, el mejor momento para abandonar la vivienda familiar llega cuando los hijos pueden valerse por sí mismos. «Esto no sólo depende de la edad, sino de la situación general», afirma.
Alexander Bonn no piensa por el mommento en irse de la casa de sus padres. «Tal vez cuando haya un trabajo a la vista», señala.
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