Ni siquiera en plena pandemia, la máquina de generar mitos del universo ricotero se detiene. La última muestra de ese poderío simbólico ocurrió en abril pasado, cuando Los Fundamentalistas del Aire Acondicionado –la estupenda banda de músicos que acompaña habitualmente al Indio Solari– dieron un recital por streaming y, luego de colapsar la plataforma digital, liberaron el concierto a través de YouTube. Como sucedía cuando el Indio tocaba en vivo, miles de personas pudieron disfrutar del show sin haber comprado la entrada, solo que esta vez el pogo quedó resumido a un agite de entrecasa. La euforia del público fue plasmada en las redes sociales: una misa ricotera a medida del aislamiento social. El espectáculo titulado “A los pájaros” fue visto por más de 90 mil personas en simultáneo y estuvo situado en un escenario montado en las ruinas de la localidad bonaerense de Epecuén, una escena digna de la pluma de Rocambole. Además, el Indio apareció en las pantallas gigantes cantando dos nuevos temas: “Rezando solo” y “Encuentro con un ángel amateur”. Esta última canción es, claramente, una balada de despedida, lo que le imprimió al encuentro una atmósfera de ceremonia del adiós. “Un ángel sonso amateur, me condenó al Paraíso, solo me falta saber la fecha y el lugar y allí iré cantando”, reza el Indio, que tiene 72 años y lucha contra el mal de Parkinson.
¿Cómo llegamos hasta acá? Esa es la historia que Mariano del Mazo y Pablo Perantuono reconstruyen en Fuimos reyes, la historia completa de los Redonditos de Ricota (Planeta), un nuevo libro que se propuso desentrañar los misterios de la banda más convocante del rock nacional. Si bien su primera versión salió en 2015, seis años después los autores se propusieron cerrar la historia de forma definitiva, reforzando la edición con nuevos testimonios y actualizando el enfoque. Fuimos reyes también incluye un prólogo de la escritora Mariana Enríquez, que condensa un fuerte condimento autobiográfico alrededor de los años oscuros del conjunto y la ciudad de La Plata.
“En los últimos años hubo mucha movida alrededor de la banda y alrededor del Indio como solista. El Indio hizo público su mal de Parkinson y, quizás a causa de eso, cambió su proceder y empezó a estar mucho más flexible, a mostrar partes de su vida privada, a tener una actividad muy fuerte en las redes sociales, a postear fotos de su casa, algo que en 2015 era insólito”, explica Del Mazo, uno de los autores de Fuimos reyes. A esto se sumó la publicación del libro de memorias del Indio, Recuerdos que mienten un poco (Sudamericana), en conversación con el escritor y periodista Marcelo Figueras.
Tres cabezas conectadas
El proyecto de los Redondos fue, desde el inicio, un plan colectivo. Si bien la formación se fue modificando y algunos integrantes fueron entrando o saliendo en las dos décadas de vida del grupo, el corazón del proyecto dependía de tres cabezas, que funcionaban con una conexión muy profunda: Carlos el “Indio” Solari, Skay Beilinson y Carmen “La Negra Poli” Castro.
El Indio aportó sonidos y letras que diseñaron la narrativa ricotera, melodías escritas de una manera no lineal, metafórica e inteligente. “El Indio escribe como un poeta, tiene la capacidad del slogan. Todo preso es político, por ejemplo, es una frase que encierra un tratado de sociología y derecho penal y él lo pone en una canción de música pop”, explica Del Mazo.
En la prehistoria de la banda, Skay era el encargado de coordinar a los músicos que creaban la banda sonora de los cortos experimentales del Indio y Guillermo Beilinson, su hermano. Era tal su disciplina, que usaba un silbato para marcar la entrada de los instrumentos. “Skay siempre fue el director musical de la banda y trajo toda su sapiencia en el sentido de ser un gran melodista, un gran hacedor de riffs de guitarra”, explica Del Mazo. La contundencia de la guitarra de Skay produjo que sus riffs fueron clave de la puesta en escena del grupo. El máximo ejemplo de esta conexión con el público sucedía –y sigue sucediendo con las versiones de los Fundamentalistas– en el solo de “Ji, ji,ji”.
Además, Skay le aportó al grupo una sonoridad oriental vinculada a su pasión por sonidos del mundo. “A él también le gusta reconocerse a través de melodías gitanas. Fue un gran armonizador. La raza de Skay pertenece a la raza de guitarristas como David Gilmour, de Pink Floyd, Carlos Santana o Mark Knopfler, de Dire Straits”, diferencia Del Mazo, haciendo hincapié en el buen gusto musical, sobre el virtuosismo técnico de los “héroes de la guitarra” estilo Jimi Hendrix.
La figura de la “Negra Poli” también es central para comprender el mito. “Poli se adelanta a la época, ¿te imaginás una mujer manejando una banda de rock and roll de hombres a fines de los años 70?. Y no sólo eso, Poli manejó cada una de las etapas de la banda, en tiempos en que el machismo era mucho más duro que ahora”, dice Del Mazo.
“La Negra Poli” era dueña de una personalidad cálida pero a la vez determinante, que supo manejar la seguridad, la operativa, el sonido y las luces sin usar otro elemento de comunicación que no fuera el teléfono fijo. Según Del Mazo, aún hoy, Poli no tiene mail, no maneja WhatsApp ni ninguna red social. Hay una escena en el libro Fuimos reyes que grafica con claridad su temperamento a la hora de tomar decisiones difíciles. La locura se había desatado en el estadio de Huracán, en el último concierto de Patricio Rey en diciembre de 1994. El campo era tierra de nadie. Había robos, peleas, heridos y caos, mientras la hinchada de Huracán se adueñaba del lugar. Fue la única vez que el Indio Solari salió al escenario antes de un show para intentar calmar las aguas. Pero la clave la tuvo Poli, cuando le ordenó al sonidista que pusiera un CD de Tchaikovski con el “Vals de las flores”. “Fue una cosa increíble. Había miles de pibes que parecía que iban a romper todo y, de repente, escucharon a Tchaikovski y se serenaron. Música que amansó a las fieras”, recuerda Miguel Ángel “Toro” Martínez, encargado del sonido de la banda, en el libro.
Un país en once discos
Como todas las grandes obras, a través de la discografía de los Redonditos –once discos oficiales– se pueden trazar paralelismos con la historia de su tiempo. En este caso, el período que abarca desde la última dictadura militar hasta la catástrofe económica y social de 2001. “Sin tener una lírica testimonial, como podría ser la composición de León Gieco, leyendo las letras del Indio Solari uno puede ir leyendo también la historia argentina. La música también habla”, sintetiza Del Mazo.
Se podrían delinear cuatro etapas. En primer lugar, el contexto de los ´60 en la ciudad de La Plata, la búsqueda de un modo de vida alternativo, la experimentación con drogas y la cultura beatnik, expresado a través de La Cofradía de la Flor Solar y La Casa de la Luna, los ámbitos de hippies urbanos que fueron el germen del grupo. En ese entonces, el grupo era un happening permanente y un cocinero performer, Edgardo “El Doce” Gaudini, repartía los famosos redonditos de ricota en los primeros recitales.
En la apertura democrática grabaron el primer disco, Gulp!, en plena primavera alfonsinista. El futuro parecía un lugar prometedor. “Era el año ´85, el estribillo de la Bestia Pop define el momento: ¡A brillar mi amor! Se trata de canciones luminosas, pero después se va deshilachando el alfonsinismo y deriva en la hiperinflación, entonces aparece el desencanto y las letras cambian”, analiza Del Mazo.
Si bien las canciones tenían un vínculo con su época, la banda parecía estar en otra sintonía en comparación al resto de los artistas. Según la definición de Willy Crook, saxofonista de los Redondos –que falleció muy joven, a causa de un ACV, hace algunas semanas–, eran “los pardos del rock”. Austeros, soviéticos, secos. “Cuando el rock argentino se exportaba y tenía el look de los raros peinados nuevos, como decía Charly, ellos tocaban en San Justo y el Indio se vestía con camisas Ángelo Paolo. Así irrumpieron en su primer disco. ¿Quién era la Bestia Pop? ¿Me voy a comer tu dolor? Nadie escribía así...”, explica el periodista.
Con el menemismo la música se fue oscureciendo, ahora el lujo era vulgaridad. Entonces sucedió el asesinato de Walter Bulacio, un caso paradigmático de violencia institucional que marcó al universo ricotero y que generó un fallo de la Corte Interamericana de Derechos Humanos contra el Estado. Tanto así que la canción “Juguetes Perdidos”, del disco Luzbelito (1996), pasó a ser un himno en su homenaje. Incluso quedó el registro sonoro de la dedicatoria del Indio hacia Walter Bulacio en el Estadio Centenario de Montevideo.
“Toda esa tensión va decantando hacia el contexto de la Alianza, un país totalmente astillado: la murga de los renegados no da más”, ejemplifica Del Mazo, en alusión al track del último disco de la banda, Momo Sampler (2000).
El legado de Patricio Rey
Inquietos y obsesivos con la perfección del sonido, los Redondos se fueron complejizando con el tiempo y no se quedaron pegados a la fórmula de los hits radiales. En Fuimos reyes, el ingeniero de sonido Gustavo Gauvry, dueño de los estudios Del Cielito, cuenta que querían dejar afuera del disco La mosca y la sopa (1991) a “Mi perro dinamita” porque les parecía un tema “bobo”.
“Hubiese sido muy sencillo para ellos anclarse en los estribillos de Oktubre (1986) o los de Bang, Bang, estás liquidado (1989), los temas que los llevaron a la masividad fuerte. Pero ellos fueron siempre a más, casi como una manera beatle de creación. Por eso, los últimos dos discos son pura ingeniería sonora, casi no hay pulsión sanguínea y era muy delicado hacer funcionar esa maquinaria en vivo”, explica Del Mazo. “Más allá de las rispideces que hubo entre las dos cabezas musicales, rispideces que siempre hay –pasó hasta con la dupla Lennon-Mac Cartney o el dúo Jagger-Richards–, siempre fueron adelante buscando el sonido que querían”, agrega.
¿Cuál es el legado de Patricio Rey? En la mirada de Del Mazo, el legado de los Redondos excede la música y tiene que ver con el camino de la construcción autogestiva y la independencia. “Es un legado metafísico que dice hacé las cosas a tu manera, no pienses que hay un sólo camino. Ellos enseñaron una forma de hacer las cosas, más allá de la música”, resume. Eran insobornables y ese aspecto también afianzó el vínculo con el público. En medio de la crisis social y cultural de finales del siglo XX, había un grupo de personas que no sólo era capaz de producir una compleja forma de hacer arte, sino que además no “transaba”. Esa actitud significó que no tuvieran la proyección internacional que tuvieron otros grupos: el universo ricotero fue exclusivamente argento. Creció desde los antros de la ciudad de La Plata, a los estadios de Buenos Aires y finalmente al interior del país, hasta convertirse en una religión, tan particular como inagotable.