Hay cosas que recuerda. Que nació en un hogar de clase media baja de la pampa húmeda. Que su padre la llevaba los domingos a la casa de su abuela escuchando en el auto las canciones de José Larralde. Que en la escuela tenía una maestra de música que le enseñaba canciones de María Elena Walsh. Que con Natalia, su hermana menor que le lleva exactamente 22 meses de diferencia, hacían casi todo juntas, como tenis y clases de guitarra. Que en la casa no alcanzaba la plata para irse de vacaciones. Que en 1996 cuando se convirtió la artista más importante del folklore en el festival de Cosquín no cobró ni un centavo. Que una noche de mayo de 2015 en la autopista de Rosario a Córdoba, un camión golpeó de atrás el micro de gira en el que iban con sus músicos, su marido y sus dos hijas y la muerte les pasó cerca.
Pero así como hay cosas que recuerda hay cosas que sabe. Que nació el 12 de octubre de 1980 en Arequito, una ciudad de siete mil habitantes, conocida como la capital de la soja, en el sur de la provincia de Santa Fe. Que es hija de Omar Pastorutti, el mecánico del pueblo y Griselda Zacchino, la profesora de danzas. Que la voz de su primer disco Poncho al viento que vendió mas de 800 mil unidades, la grabó dentro de un baño. Que en 1998 hizo 21 conciertos en el Teatro Gran Rex y este último verano en el Teatro Luxor de Villa Carlos Paz ofreció 16 recitales. Que grabó 17 discos y recibió un Grammy Latino y once premios Carlos Gardel. Que el 29 de enero se cumplieron 25 años de su consagración en el festival de en Cosquín. Que en medio de la pandemia sacó el álbum Parte de mí con temas como “Aunque me digas que no”, “Tal como siento” y “La Valeria”, que superaron los tres millones de vistas cada uno en Youtube.
Eso sí, hay una cosa que no quiere que cambie: su vida en Arequito junto a su esposo Jeremías y sus hijas Antonia (11) y Regina (8), y los domingos en familia comiendo los tallarines caseros de la abuela Valeria, a la que le hizo una canción en su último disco. Los Pastorutti crearon una mini comunidad barrial con pocas cuadras de distancia entre cada terreno en las afueras del pueblo.
“Desde donde estoy veo la casa de mi mamá. Es ahí, a unos 250 metros”. Soledad gira la cabeza y mira por el ventanal de su estudio de grabación Poncho Estudio, donde puso las voces de su último disco Parte de mí, nominado a los premios Gardel como mejor álbum de Folklore Alternativo. Está sentada sobre una banqueta alta, con una blusa color rosa. A través de la pantalla del teléfono su rostro luce relajado, como quien disfruta de un feriado.
Está sola en la casa con un mate y la guitarra. El resto de la familia está celebrando el cumpleaños de su madre.
-¿No te van a decir nada que no estás en el cumpleaños?
-Ya desayunamos y almorzamos juntas. Todos los días nos vemos.
Soledad aprendió rápido que mientras ella trabaja el resto del mundo no se detiene. Cae la tarde y poco a poco la luz disminuye por el ventanal que da a un gran parque con pinos.
“Estamos todas cerquita”, dirá Griselda, su madre, días después, conectada al zoom de su hija Natalia. “Todas las mañanas me doy una recorrida. Primero voy a tomarme un mate a lo de Natalia y después paso por la casa de Soledad. Después almorzamos todas juntas”.
Tras la noche consagratoria del 29 de diciembre de 1996 en el escenario de Cosquín –el día que el país conoció a Soledad, una adolescente menuda de 16 años, vestida de gaucho, que revoleaba el poncho al ritmo de la chacarera “A Don Ata” a dúo con su hermana Natalia–, Griselda vio como una nube de personas rodearon a sus hijas y se las llevaron. Esa noche, recién bajadas del escenario, con una multitud que rugía en la plaza Próspero Molina, pensó que las perdía, que se quedaba sola, que no las iba a ver más.
“La vida nos cambió de la noche a la mañana, pero todo fue para bien”, dice Griselda, que las acompañó en esos primeros años de adolescencia primero parando en campings y después en hoteles de dos o cinco estrellas de los cuales terminaban escapando por techos o ventanas debido al asedio de los fans. Soledad viajó por el mundo, grabó con el productor Emilio Estefan en Miami, cantó junto al guitarrista Carlos Santana en México, cenó en la casa de Joan Manuel Serrat en Barcelona, pero no se fue ni lejos de la madre, ni de Arequito. “Hay un verso de José Larralde de la milonga “A nadie le dije nunca”, que siempre me marcó de chica: “Yo anduve por todo el mundo, en este mismo lugar”. Ese verso me encanta. Parece que el argentino tiene que irse lejos para que cuando vuelvas te empiecen a valorar. Siempre tuve que explicarle a la gente porque me quedaba a vivir en Arequito y por qué, desde ahí, podía salir al mundo. Puedo irme y volver. Esta es mi raíz”, dice Soledad.
Los bocetos de las canciones de Parte de mí, editado en setiembre 2020, se hicieron en Arequito y se terminaron en estudios de Buenos Aires, Los Àngeles, Bogotá, y Goias, Brasil. Fueron distintos productores -Carlos Vives, Cheche Alara, Juan Blas Caballero, Rodolfo Lugo e Ivan Miyazato- para catorce canciones, donde hay colaboraciones con India Martínez, Kany García, Matías Carrica, Los Auténticos Decadentes y Paula Fernándes. “Es un disco de canciones que tiene muchos sonidos y productores pero encontramos un hilo conductor”.
-¿Cuál es?
-El acordeón es una constante. En temas como “La Gringa” y “La Valeria” es protagonista. Tocaron mis músicos y Carlos (Vives) prefirió que la clave de la percusión fuera de músicos argentinos.
-También hay baladas
-Hay temas como “Parte de mí” que tienen que ver con lo que siento. Es otra manera mía de expresarme. Soy así y me cuesta ponerme en la piel de otras personas para escribir canciones. Hablo de mí y mucha gente puede sentirse identificada.
En Arequito la gente del pueblo no le da un trato de celebridad, sino de una familiar cercana. Todos la conocían como la hija de Omar, el mecánico del pueblo, la que repartía diarios y pedía golosinas de fiado, la que se ponía a charlar con las porteras de la escuela para que le conviden mate y galletitas, y la que cantaba desde los ocho años en las fiestas de la escuela, los asados, las peñas y los festivales, antes de volverse una figura popular.
“Me cuesta despegar a la persona de la artista. Soy igual arriba del escenario que abajo. Crecí así. No es que me convertí en un producto pensado, si bien sé que soy un producto porque vendo música. A mí me cuesta sostener algo que no soy”, dice Soledad con seguridad, a través de la pantalla.
El primer show vía streaming que la cantante dio durante la pandemia en junio del 2020 lo hizo desde un boliche del pueblo con producción local. “Quién dijo”, uno de los videos de su último disco a dúo con la cantante portorriqueña Kany García se grabó entre Santa Fe y Miami. Desde el estudio de grabación de su casa, allí donde está sentada ahora, Soledad hizo colaboraciones con Ricardo Mollo de Divididos, Luciano Pereyra, Teresa Parodi, Eva Ayllón, Topa y Marcela Morelo. “Creo que esta forma de trabajo va a quedar más allá de lo que pase después de la pandemia”. dice Soledad.
En marzo comenzó las grabaciones del reality La Voz Argentina, que se lanzó el último 24 de junio por Telefé, donde es una de las coachs del certamen junto a Lali Espósito, Ricardo Montaner y sus hijos Mau y Ricky. Los lunes Soledad se sube al auto y sale de Arequito a las seis de la mañana para llegar a los estudios de Telefé puntualmente a las nueve. Las jornadas se extienden hasta las 21. Cada dos días recorre trescientos kilómetros en auto para volverse al pueblo. “Lo hago con felicidad y alegría. La tranquilidad de tener algo en un momento donde no hay nada, hay que disfrutarlo”, dice por audio de wasap en medio de la ruta, atravesando esos campos verdes de soja, tras una jornada de grabación, unas semanas antes del estreno del programa.
Es un largo camino recorrido hasta aquí. Soledad comenzó a cantar a los 8 años. Hoy tiene cuarenta y recuerda que en 1995, un año antes de consagrarse en Cosquín, estaba en la parte de atrás de ese mismo escenario, sentada con los puños sobre la cabeza. La comisión del festival le había dado la noticia que no podía subir a cantar esa noche por ser menor de edad. Era la última noche del festival y la última oportunidad para subir ese año. Ese día Soledad le dijo a su padre que no volvería más a Cosquín.
“Ninguna quería volver, pero Omar insistió, insistió”, dice Griselda, su madre. “Había estado en el 94, en el 95 y en el 96 recién subí. Siendo adolescente los plazos de tiempo me parecían eternos, pero se me hizo relativamente fácil llegar a un escenario así con una edad tan corta y especial. En el folklore en aquel momento no existían artistas de mi edad que subían a la plaza Próspero Molina. La primera vez que fui toqué en una confitería llamada Tibidabo en las afueras. Cosquín no tenía tantas peñas. Cantamos ahí y paramos en el camping de La Coca. El otro día encontramos unas fotos, donde estoy en el río de Cosquín. Quizás sin darme cuenta le pedí varios deseos a ese río. No sé si quería ser cantante, era una anhelo más de mi papá”, dice Soledad.
En el 95 consigue un lugar en la peña oficial. Sus músicos son un vecino del pueblo que toca el bombo y los guitarristas eran alumnos de su profesor de canto y guitarra de Casilda. “El que estaba en la entrada de la peña venía mucho por esta zona y me conocía de los festivales y gracias a eso me dio un espacio en la peña. Muchos artistas de ese año como Mercedes (Sosa), Horacio (Guarany), Juan Carlos Saravia de los Chalchaleros, habían pasado por la peña y se corrió la voz que había una nenita graciosa que cantaba. Comían ahí y me venían a ver”.
Soledad tenía una energía sobre el escenario que no era muy común en el folklore y era más cercana a otros géneros como el rock. “En la peña había un staff fijo: Markama, Adriàn Maggi, Los Tekis. Como era la menor actuaba temprano. Sentía una presión por ganarme ese espacio”, recuerda.
-En el ’96 tuviste la posibilidad de subir al escenario mayor y todo cambió. ¿Qué representó tu aparición en ese momento?
-Ese año paramos en un garage y mi mamá se llevó hasta el Kohinoor para secar la ropa que usábamos en la peña. Fueron épocas maravillosas donde recorríamos Cosquín sin que nadie supiera quiénes éramos. Estar detrás de algo tantos años, el sacrificio, lo que nos pasó como familia, se vislumbraba y estuvo en nuestra impronta al momento de tocar. Eso creo que fue lo que llevó a mucha gente a identificarse conmigo. No fui lo mismo que otros artistas que subieron años anteriores, ni lo que pasó con Mercedes que tenía que ver con otra cosa. Era un momento social cultural argentino especial, los 90, donde el país sufría todas las privatizaciones. Había una cosa dividida de lo que ocurría en el interior y lo que pasaba en Buenos Aires, donde se usaba la bandera norteamericana como una bandana y eso estaba de moda. Teníamos latente lo de Malvinas y muchas heridas abiertas. Se mezclaron muchas sensaciones. Creo que fui la “argentinidad al palo” en ese momento y me adoptaron de todos lados.
-¿A 25 años de esa consagración, como te ves a la distancia?
-Siento que la artista empezó mucho después. Me costó mucho hacer cambios de banda porque siempre antepuse a la persona y el cariño que lo artístico. Eso no me ayudaba a que lo artístico fuera libre. Con los años, después de darme la cabeza contra la pared, puse lo artístico por delante. No podés frenar lo que querés hacer. La libertad que tengo hoy no la tenía antes. La música de raíz hoy tiene más posibilidades que otro tipo de música. Lo que me pasó a mí fue impensado. Veníamos de una globalización de la balada latina donde la música de raíz no estaba incluida. Todavía la música folklórica latinoamericana necesita una revalorización. Este disco, es parte de esa búsqueda, es la antesala de lo que vendrá después. Por eso, elegí tantos productores, para tener diferentes vestuarios. Como intérprete demostré que podía salirme del género y que era capaz de volver. Nunca me voy a ir de mi raíz.