“Buey solo, bien se lame”, asegura un famoso refrán popular, pretendiendo representar con esto que uno puede ser autosuficiente y no necesitar de los demás. Claro que otro refrán también afirma: “No aclares, que oscurece”. Y lo cierto es que los psicoanalistas desconfiamos de la veracidad de quien aclara demasiado las cosas como, por ejemplo, cuando alguien insiste mucho en que no necesita a nadie más. Tal vez el pobre buey se las rebusque solo y con gran eficacia, pero eso no significa que no sufra debido a su excesiva soledad. Además… ¿Quién quiere ser un buey?
La soledad ha sido y es, desde siempre, una gran fuente de angustia para quien la padece.
Como seres sociales que somos, necesitamos de los otros desde el nacimiento. A diferencia de otras especies animales, que no bien nacen cuentan con más recursos para sobrevivir, los humanos requerimos de un otro especial (nuestra madre) desde el primer instante en este mundo. Llegamos desvalidos, y es gracias a los otros que subsistimos y que vamos incorporando la cultura.
Los vínculos son tan importantes, que los momentos más gratos y memorables de nuestra vida han sido el resultado de nuestra interacción con otros. De hecho, los logros personales no cobran el mismo significado cuando no tenemos con quienes compartirlos.
La palabra “soledad” se presta a confusiones: porque si bien todo parecería indicar que estar solo no es lo ideal, tampoco es una buena señal que alguien no pueda convivir consigo mismo.
De igual manera, si buscamos entre nuestros recuerdos más feos, hallaremos seguramente que han tenido que ver con algo acontecido en nuestra relación con los demás. Definitivamente, el ser humano no es un buey ni puede adoptar sus hábitos.
Ocurre, sin embargo, que la palabra “soledad” se presta a confusiones: porque si bien todo parecería indicar que estar solo no es lo ideal, tampoco es una buena señal que alguien no pueda convivir consigo mismo y que, por ello, le urja todo el tiempo estar con alguien. Como en todas las cosas, se trata de encontrar el equilibrio. Una persona que ha perdido a quien amaba y debe atravesar un proceso de duelo, hallará en su soledad un tiempo para reflexionar, sanar heridas, aprender de los errores cometidos, prepararse a salir al mundo y a intentarlo una vez más.
No es lo mismo estar solo que estar con uno mismo. Por eso, es preciso descubrir que nosotros mismos podemos ser a veces nuestra mejor compañía. Pero luego del tiempo que demore nuestro duelo, debemos arriesgarnos otra vez a vincularnos. De lo contrario, habremos quedado fijados a un duelo de manera perpetua. Y no es saludable vivir de lo pasado, dado que la única dirección posible en la vida es hacia adelante.
*Psicólogo y autor del libro ¿Serás lo que debas ser? (Ediciones Urano). Contenido exclusivo de Rumbos. www.espaciodereflexion.com.ar