En más de una ocasión, ciertas circunstancias nos sitúan frente a una cuerda floja. Quizás, al menos para algunos, la vida misma se asemeje a una gran cuerda resbalosa sobre la que se debe caminar. Puede que de un lado de la cuerda estemos detenidos, viendo temerosos el recorrido que nos aguarda, titubeando entre avanzar o retroceder. Pero todos, con mayor o menor valentía, somos simplemente equilibristas. La cuerda no es otra cosa más que ese camino que debemos transitar para alcanzar la meta que todos anhelamos.
A más altura, mayor es el peligro y la gravedad del problema a resolver. El peligro es caer en el fracaso, sucumbir ante aquello que nos tocó enfrentar. Pero es evidente que no atrevernos a intentarlo ya implicaría por sí mismo una derrota, por lo cual es imperioso colocar los pies sobre la cuerda en tensión y animarse a dar el primer paso.
El equilibrista procurará no alimentarse de pensamientos negativos, que sólo lo harían dudar de su capacidad. Evitará mirar por debajo de sus pies, donde lo aguarda un precipicio (el posible fracaso). Deberá resistir la tentación de ver hacia atrás, donde está su pasado, porque quien vive pendiente del ayer tampoco avanza. Se enfocará, en cambio, en su objetivo fundamental: arribar al otro extremo (su meta). Deberá, además, encontrar el punto medio entre el temor paralizante y el arrojo impulsivo.
A medida que el equilibrista se desplaza, el viento habrá de ofrecerle resistencia. Dicho viento está compuesto por los obstáculos externos que deberá sortear, así como también por los obstáculos internos, los que llegan desde adentro de uno mismo como producto de los condicionamientos emocionales y de la historia personal que acarreamos. En ese mismo viento están sus dudas, temores excesivos, mandatos internos y dañinos (familiares y sociales), prejuicios propios y ajenos, condicionamientos inconscientes, etc. Pero quien avanza cuenta con una herramienta imprescindible: una barra delgada y larga que sostiene con sus manos. La poderosa barra le da seguridad porque en ella residen su autoestima, su confianza, su motivación, sus ganas y la experiencia de haber ya transitado airosamente sobre otras cuerdas flojas.
El equilibrista sabe que debe mantenerse en movimiento. Si se quedara quieto, caería de la cuerda hacia el abismo. Así que no importa qué tan huracanado sea el viento, el equilibrista debe resistir y continuar. ¿Podría al menos haber dispuesto debajo de sí alguna red de protección? Desde luego. Los otros, nuestros preciados vínculos, constituyen una verdadera red social que habrá de servirnos de contención cuando caigamos.
Aun el más brillante equilibrista adquirió su habilidad sólo a partir de práctica. Más de una vez habrá caído al suelo y continuó. Y tras cada caída se vio a sí mismo transformado, a raíz de haber adquirido un nuevo aprendizaje. Como dijo el genial Haruki Murakami: “Cuando la tormenta de arena haya pasado, tú no comprenderás cómo has logrado cruzarla con vida. Pero una cosa sí quedará clara. Y es que la persona que surja de la tormenta no será la misma persona que entró en ella”.