Tal vez vivan en ciudades diferentes. O en distintos barrios de la ciudad. Se encontraron por primera vez en algún rincón de las redes sociales, pero la pandemia les impidió verse en persona.
En un comienzo, los intercambios por WhatsApp fueron suficientes. Sin embargo, de a poco, fueron volviéndose dependientes del lenguaje cifrado de los vistos (¿me recibió, me leyó?), de la ambigüedad de los emojis y de lo peor de todo: el tiempo de respuesta del otro. Esto ya lo sabía Franz Kafka cuando le escribía desde Praga a su amada Milena: el correo de la época recorría con morosidad los 300 km hasta Viena, donde ella vivía, por lo que era mejor tomárselo con calma. Pero en el mundo actual de la mensajería instantánea, pocos minutos de demora pueden ser una eternidad para un corazón expectante. Por eso, cuando la ansiedad comenzó a empujarlos, decidieron citarse online.
La realidad es esclava de lo tangible, y solo sobre el cuerpo real es posible construir un vínculo que incluya al otro.
Ahora sí, empiezan a verse, contarse cosas a viva voz y reírse juntos. En ese extraño encuentro de pantallas, comienzan a aparecer imágenes que los muestran, que hablan como y por ellos... ¿Pero son ellos de verdad? ¿Qué tan real es la imagen virtual?
En el trajín descubrirán lo obvio: que se comunican las personas, pero el cuerpo real está ausente y sin él todo se mantiene en una cierta irrealidad. ¿Pero no es acaso esa irrealidad la materia prima del amor? Claro que sí, y por eso las emociones pronto irán en aumento de la mano de lo ilusorio. La falta del cuerpo libera la imaginación y cada uno puede sentir a su propia manera.
Quizás en un beso virtual ambos podrían apoyar sus labios en la pantalla. Estarían tocando el vidrio sin calidez, sin perfumes ni humedades, pero igual, por un instante vertiginoso, los alcanzaría el estremecimiento. Esa es la magia poderosa de lo imaginario.
Así es como los amantes escriben estas cartas de amor virtual, dirigidas a alguien que puede estar en el otro lado del mundo, pero que en muchos sentidos habita dentro de cada uno de ellos. Frente a sus pantallas, siguen solos, pero se enamoran y gambetean la soledad. La tecnología pone el soporte, el resto lo hace el deseo.
Ahora bien, ¿una carta de amor puede ser virtual? Una verdadera carta de amor no puede prescindir del papel, aún en la brevedad de la nota en la heladera. Quien escriba deberá enfrentar la exigencia de ponerse poético y evitar la efusión de adjetivos. Tendrá que aceptar que lo escrito perdura y que, tal vez, dentro de años, extemporáneo y amarillento, alguien lo encuentre.
En los romances que se dan en la virtualidad, la falta del cuerpo libera la imaginación y cada uno puede sentir a su propia manera.
En el mundo virtual, en cambio, los textos sólo tienen la obligación de la síntesis, y cuando se apague la pantalla quedará entre manos el recuerdo de una suma de instantes multiplicados por la imaginación. No hay, en sentido estricto, cartas de amor virtuales. Son más bien escenas de una maravillosa película subjetiva.
Tarde o temprano uno dirá: “Quiero tocarte, conocerte”, denunciando lo que hasta ahí se callaba: que la realidad es esclava de lo tangible y que solo sobre el cuerpo real es posible construir un vínculo que incluya al otro. De este encuentro final entre lo imaginario y lo sensorial, lo ilusorio y lo material, dependerá el camino futuro de la relación.
*Médico psiquiatra y psicoanalista. phorvat@fibertel.com.ar Contenido exclusivo para revista Rumbos.