“Remediar con poesía”, la columna de Cristina Bajo

En el silencio interior que ofrenda la poesía, podemos atrincherarnos para rearmar el mapa de nuestros miedos.

Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".
Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".

En este tiempo de encierro y de pandemia, he vuelto a la poesía. Al principio fue tomar algún libro que estaba a mano: en mi dormitorio, suelo tener a los hermanos Machado cerca, a Antonio en la mesita de luz, a Manuel en la biblioteca, a la altura de mi cama. O a Lugones, en mi escritorio, entre Rosalía de Castro y Ataliva Herrera.

Pero, en lo que va del año, me encontré llevándome a la cocina-comedor, donde paso buena parte de mi día, a Conrado Nalé Roxlo, a Alfonsina Storni, a varios autores ingleses en los que trabajo intentando traducir más expresiva y poéticamente algunos de sus versos.

Anoche, rodeada de libros, con la televisión en un canal de música clásica, noté que, entre los que tenía alrededor, predominaban ediciones muy deterioradas pero que no cambiaría por nada del mundo: pertenecían a mi madre y eran esos autores que nos leía en los atardeceres de inviernos, en la primera cocina de Cabana y al calor de ese fuego que solo se consigue con leña de las sierras.

Entre ellos estaban esas mujeres inolvidables que mi madre llamaba por sus nombres: Juana, la que retaba a la muerte y cantaba a la lluvia, la inolvidable Alfonsina, que se durmió sobre el río color de león, la sensible Gabriela, que interrogaba a Dios sobre el sueño de los suicidas.

Y también esos hombres que no temieron escribir para niños soñadores, como Rubén Darío y su Sonatina, o ese otro poema que me hacía llorar sobre el Lobo de Gubbio, junto a Lugones con la epopeya de la Delfina Ramírez y sus pequeños versos a nuestros pajaritos, sin olvidar a Nalé Roxlo y su ratita que salía a pasear.

Viendo las cosas a una distancia de poco menos de ochenta años, pienso que esa sensibilidad despertada en la infancia me dejó, para el resto de mi vida, un sendero abierto para encontrar paz y serenidad en la soledad al amparo de una lámpara. Y ese laberinto de frases hermosamente armadas, con una cadencia que adormece la inquietud y las tristezas, es una especie de remedio que consigue sacarme del marasmo y llevarme, con cada estrofa, hacia una isla de calma.

En esta especie de silencio interior podemos atrincherarnos por un momento, cerrar los ojos y rearmar el rompecabezas de nuestra incertidumbre: los miedos, cuando les encontramos un nombre, son menos temibles y más fáciles de enfrentar.

Es en ese islote donde la esperanza toma impulso, donde las pérdidas se hacen soportables, donde recobramos fuerzas para preguntarnos: “Y entonces, ¿qué hacemos?”, y quizá decirnos, como un mantra: “Lo que ahora me sucede es molesto, pero no es grave”, idea que, aunque parezca mentira, nos pone del otro lado de la línea: si es molesto, es reversible, solo necesitamos armarnos de paciencia hasta que pase y, mientras, pensar positivamente en qué otra cosa podemos ocuparnos.

Ustedes dirán, ¿qué tiene que ver la poesía con todo esto? Mucho, ya que nos da, en breves palabras, un consejo, ánimo, nos despierta un recuerdo, nos muestra los malos momentos superados, nos abre un sendero claro, nos habla de aquellos que amamos y en quien confiamos, tanto en esta vida como en la otra. Y, muy posiblemente, nos brinde un instante –de los que duran una eternidad–que atraerá en nuestra ayuda a los que quisimos y perdimos.

Sugerencias: Leer 1) de Conrado Nalé Roxlo: “Conformidad”, “Interior”; 2) de Leopoldo Lugones: “Delicia otoñal”, “Alma venturosa”; 3) de Gabriela Mistral: “Mis libros”, “Palabras serenas”; 4) de Pedro Miguel Obligado: “Noche”, “Día lluvioso”; 5) Escuchar la sinfonía “El Moldava”, de Smetana; 6) Escribir un poema. •

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