A lo largo y ancho de la web, hay mucha gente que duda de la existencia de Benjamín Labatut. En la lluviosa Inglaterra, sin ir más lejos, una youtuber afirma convencidísima que no se trata de una persona de carne y hueso sino de un algoritmo que crea textos de forma digitalmente diabólica.
Para ser justos, hay cosas que hacen medianamente comprensibles las teorías conspirativas: su prosa atemporal (que puede ser tanto contemporánea como concebida un siglo atrás), su increíble erudición sobre temas complejísimos y una sabiduría sobre la condición humana que resulta insólita en un pibe de brazos tatuados. Su biografía tampoco ayuda: nació en Holanda, de padres chilenos, y deambuló por el mundo antes de asentarse en los Andes, donde frecuenta pastores de cabras y practica artes marciales.
Labatut emergió de la nada hace tan solo un par de años, con un libro titulado “Un verdor terrible” (publicado en la Argentina por Anagrama) que se convirtió un extraordinario fenómeno global: traducido a 22 idiomas, nominado al prestigioso premio International Booker y recomendado por el mismísimo Barack Obama como uno de sus libros favoritos de 2021. “Un verdor terrible” ofrece una visión ficcionada de la vida de varios de los grandes de la Física, tipos como Haber, Grothendieck, Einstein y Schrödinger, y de las revolucionarias investigaciones que produjeron allá por la primera mitad del siglo XX. Es un libro maravilloso y extraño que bucea –de una forma adictiva– en la comprensión de las reglas del universo y en la locura imprescindible para llegar a ellas.
“La locura me fascina porque nos muestra un sentido diferente del mundo, una visión violenta que nos recuerda que la realidad no solo puede resquebrajarse y torcerse, sino que incluso se puede romper”, dice Labatut a través del correo electrónico, el único medio que utiliza para dar entrevistas, para regocijo de los conspiranoicos que dudan de su existencia. “Hay un poder enorme en la locura, una imaginación desatada que apunta directamente al corazón de lo que nos hace maravillosos. Yo sé que volverse loco es el peor destino. Sin embargo, creo que no podemos depender solo de la razón si queremos sobrevivir”.
¿Hay que llegar hasta las puertas de la locura para entender el misterio de la creación?
Para nada. Uno puede acercarse a los misterios del universo yendo a comprar medialunas. Eso, que suena a chiste, está relacionado con un principio científico importante (pero que tiene un nombre muy deprimente): el “principio de la mediocridad”. Básicamente, dice que un lugar del universo es tan normal (o mediocre, si querés) como cualquier otro. Significa que el árbol Bohdi bajo el cual se iluminó el Buda y los jacarandás que ves en Buenos Aires contienen la misma esencia y obedecen a las mismas leyes. Pero también creo que hay ciertas personas que alcanzan un grado de lucidez extremo, una forma preclara en su pensamiento que se acerca peligrosamente a la locura. No hay que confundir lucidez y locura, aunque las dos te pueden mostrar cosas del mundo que nadie ha visto antes. Y tampoco es que sea fácil volverse loco. Es difícil. Incluso si lo intentás, es difícil.
Qué sentís vos, personalmente, cuando te enfrentás a estas ideas que están presentes en tus libros, como el caos del universo, el infinito, el orden de la Física… ¿Ansiedad, curiosidad, temor?
Lo que siento es vértigo, pero ese vértigo agradable que te acerca al borde del abismo, y que además te picanea, “dale, dale, avanzá un poco más, un poquitito más, no pasa nada”, hasta que te vas de cabeza. A mí me interesan los límites, no solo lo que está más allá de ellos. Porque es en los intersticios, en las líneas que divide lo real y lo imaginario, en esa frontera que separa el mundo de los sueños de esta pesadilla que llamamos realidad, donde se puede encontrar a Dios y al diablo.
Stephen Hawking suele afirmar que las leyes de la física pueden explicar el universo sin la necesidad de Dios. ¿Estás de acuerdo con esta idea?
Yo no creo en Dios ni en los dioses, pero sí los pienso, los invoco y los necesito. No podemos dejar a Dios en manos de los creyentes. El alma y el espíritu son demasiado importantes como para que los olvidemos, o para que pretendamos que no existen o que no tienen validez alguna. Si reducimos la experiencia humana a la mente y al cuerpo, no empobrecemos. El éxtasis de la diosa, el terror de la pesadilla, el deseo del fauno, la seducción del incubo; todas esas cosas son sagradas y deben ser resguardadas como tesoros de la conciencia.
Tu gusto por la ciencia y por los científicos se combina también con la práctica de artes marciales. ¿Hay un denominador común entre ambos mundos? Una especie de búsqueda compartida por encontrar la armonía en el caos…
Creo que las hermana una belleza puesta al servicio de la violencia. La armonía en el iaido (el arte de desenvainar y envainar el sable japonés) está íntimamente relacionada con la muerte; los movimientos de tu cuerpo y de la katana se reducen a su esencia para dar un corte mortal de forma instantánea. Y esa elegancia feroz que tienen los japoneses, esa extraña comunión entre su pulsión de muerte y su inteligencia estética, es algo que también se puede ver en las ciencias duras. Pero no es solo la ciencia y el arte: todo en el ser humano posee, como mínimo, una naturaleza doble. Aunque yo, por un tema personal, tiendo a pensar que la naturaleza del ser humano es triple, y que lo ideal es que fuera cuádruple, para que pueda contener también a lo no humano.
Entre otras cosas locas que te pasaron en 2021 está que Barack Obama recomendó “Un verdor terrible” como uno de sus libros favoritos del año. ¿Qué sentiste cuando te enteraste de eso? Además, el año pasado, “Un verdor terrible” tuvo un impacto tremendo en muchos países del mundo. Fue elegida una de las cinco mejores novelas del año por el New York Times y fue finalista del prestigioso BookerPrize International. ¿Cómo estás conviviendo con este éxito? ¿Abruma?
Me sentiría un tarado si te dijera que me abruma el éxito, porque la fama de un escritor es bastante miserable. A mí no me importan ni los rankings ni los premios, ni la lista de Obama. Escribir es un hábito de sombras. Es una comunión con tus maestros. Es una forma de comunicarse con los muertos. La literatura verdadera sirve para ver el futuro y para rescatar lo que el tiempo ha olvidado. También te inocula contra muchas tentaciones, porque te obliga a darle valor a cosas que no le importan a casi nadie. Por eso, cuando llegan los aplausos, si llegan, uno ya tiene los oídos taponados con cera y los brazos amarrados al mástil. Sabés que cuando tu barco se hunda (y todos los barcos se hunden) vos también vas a naufragar. Y eso, que me debiese aterrar, en realidad me consuela, porque como dijo el maestro Eckhart, “El mar no es una superficie. Es un abismo de arriba abajo. Si quieres atravesar el mar, naufraga.
¿Qué pensás de que un libro sobre científicos haya generado este impacto en un año en el que la ciencia estuvo tan en el centro de todo y tan denostada por tanta gente?
El libro habla de cosas que nadie entiende, ideas que exceden nuestra razón, descubrimientos que ponen en duda nuestra capacidad de comprender el mundo. Y eso, hoy por hoy, lo sentimos al mirar la portada de un periódico o cuando nos ponemos la mascarilla para salir a enfrentar la pandemia. Pero creo que hay algo más importante aún: el corazón del libro no es la ciencia, sino el misterio. Y dentro ese corazón vivimos todos.
Naciste en Holanda y viviste también en Perú y Argentina, antes de instalarte en Chile. ¿A qué se debió esa vida “nómade” y de qué forma pensás que marcó tu mundo literario?
Mi viejo viajó por laburo, por eso el cambio de países. Lo que más me marcó fue Holanda, donde viví hasta los quince y donde fui profundamente miserable. Esa tristeza negra casi me ahoga, y solo salí de ella cuando llegué a los treinta y la nostalgia me soltó el cuello. Pero lo que más me marcó fue el idioma inglés y la cultura británica, porque fui a un colegio internacional allá. Crecí peleando contra ingleses, escoceses, galeses, nigerianos, australianos, belgas, alemanes, pibes salvajes que venían al colegio por solo un par de años, estaban de paso, así que se comportaban como bestias. Eso fue lo malo. Lo bueno fue el idioma. El inglés, que sigo amando, y que prefiero mil veces al español.
¿Qué recordás de tu paso por la Argentina? ¿Te han influenciado o te gusta leer autores argentinos? ¿Conocés y/o te interesan autores y autoras argentinas de tu generación?
Cuando leí a Borges dejé de escribir porque me pareció que él había alcanzado la perfección, y que no valía la pena agregar nada más a la literatura. No me animé a intentarlo hasta que leí a Bolaño. Juan Forn me rescató de un largo periodo en que la lectura se me hizo casi imposible. Pero son muchos los autores argentinos que me fascinan: Piglia, Aira, Copi, Wilcock. De los contemporáneos, con Luis Sagasti tengo una linda amistad a distancia, e intereses tan similares, que a veces me da miedo que lleguemos a escribir el mismo libro. Cosa que no estaría mal, porque me encanta lo que hace. También tengo el privilegio de conocer y querer a un monstruo: Vera Giaconi. De ella me da miedo su cabeza y me perturba todo lo que escribe, dos de las mejores cosas que puedo decir de un escritor. En cuanto a mi vida personal, mi mejor amigo es el editor y fundador de la editorial Sigilo, Maximiliano Papandrea, que es el hermano que nunca tuve, un tipo de una inteligencia tan fina que dan ganas de matarlo a trompadas o comerle la cara a besos, alternativamente. Y hablando de besos, creo que es un buen momento y un buen medio para aclarar que yo no me crie en Argentina (eso lo escribió por error la editorial que publicó mi primer libro, y yo lo dejé ahí porque creo que incluso la biografía de un autor debe contener una mínima cuota de ficción, algo que ponga en duda todo lo que dice la solapa), pero sí conocí mucho Buenos Aires, porque tuve una novia argentina a los 19 años, y viajé para allá una y mil veces. Esa es, por lejos, la mejor y la peor forma de conocer un país. Ella era veterinaria y cuatro años mayor que yo, así que enseñó muchas cosas. Fue en plena crisis del 2001, no teníamos un sope entre los dos, así que no hacíamos otra cosa que vagar por la calle como adolescentes desesperados. Caminar enamorado por Buenos Aires, es algo que te marca a fuego por el resto de tu vida.