Nos encontramos ante un escenario inédito que nos plantea el desafío de convivir con la incertidumbre y el miedo. Ante esto reaccionamos de distintas maneras, de acuerdo a nuestra historia y los recursos psíquicos-sociales con los que contamos. ¿Sabemos responder a emergencias como estas?
La pandemia de COVID-19 nos vuelca hacia nosotros mismos y, a su vez, nos impulsa a pensar profundamente en los demás. Las medidas de prevención implican el cuidado de uno mismo y del otro, en un ida y vuelta sin fin. Para que resulten efectivos, estos cuidados deben ser mutuos, sostenerse desde una reciprocidad responsable y amorosa. Sin embargo, como dice el sociólogo Boaventura de Sousa Santos, “el brote viral pulveriza el sentido común y evapora la seguridad de un segundo a otro”.
Lo que parece sencillo de entender y hacer, no está resultando tan fácil en realidad. En parte, porque la enfermedad se presenta como “invisible” (y algunas personas son asintomáticas), lo cual genera mayor dificultad para mensurar el peligro. Por otro lado, sucede que el distanciamiento físico nos resulta contradictorio, ya que estar con los demás, obtener y brindar apoyo ha sido nuestra forma histórica de enfrentar el estrés. Pero en este contexto ser “solidario” tiene que ver con aislarnos físicamente, lo cual nos demanda un gran esfuerzo para encontrar modos de no distanciarnos en lo afectivo.
Atravesar una pandemia y disminuir la transmisión viral requiere de cambios significativos en el comportamiento humano, a nivel social e individual. Ahora bien, ¿estamos pudiendo seguir las recomendaciones que nos brindan? Para pensar en este asunto es importante mencionar los factores internos que están en juego... Ante situaciones excepcionales, hay principalmente dos mecanismos de defensa que se disparan: la negación y el miedo sobredimensionado.
Este último nos paraliza y vuelve nuestros días caóticos y ansiosos, con amenazas que parecen inminentes. Esto afecta nuestra conducta, como así también la percepción y reacción ante los demás (mayor intolerancia).
Mientras tanto, la negación nos hace subestimar la realidad y las consecuencias de nuestros actos, la mayoría de las veces debido a un sesgo de optimismo que nos lleva a creer que tenemos menos chances de que nos ocurran “cosas malas” (así, ignoramos las advertencias de salud públicas y circulamos por la calle sin protección, poniéndonos en riesgo y exponiendo a los demás).
En ambos casos, se necesita un manto de prudencia para afrontar la realidad de manera responsable. Muchos estudios sostienen que en situaciones de crisis, la tendencia humana es cooperar. Sin embargo, sabemos que si prima la negación y la competitividad, los lazos de solidaridad no funcionan. Rebalsados de individualismo, descreemos de poder enfermarnos y hasta cuesta imaginar que el virus sea peligroso para un ser querido. No percibimos la amenaza como colectiva, sino como algo externo, lejano, ante lo cual nos sentimos inmunes. Como dice Boaventura, “necesitamos actuar con paciencia, recordando que la salida es hacia adentro de uno mismo y junto a los otros. Apostando a cooperar y no a competir desmedida y tristemente.