Como suele comenzar toda vieja historia, diré que esto sucedió en los inicios de la humanidad.
El lugar era América, y el país, hoy sigue llamándose por su antiguo nombre: México, donde dos tribus compartían territorio, los tlaxcaltecas y los aztecas, que estaban siempre en guerra.
Entre los tlaxcaltecas había un guerrero, apuesto y valeroso, llamado Popocatéptl, y una princesa, Iztaccihuatl, hija del rey, famosa por su belleza y por cantar con una voz dulcísima. Ambos se amaban y querían casarse, pero los aztecas atacaron, y él, como guerrero, tuvo que partir a detenerlos, no sin antes pedirle al rey permiso para desposar a su hija.
Aquel se lo concedió, pero exigiéndole la promesa de que se cuidara: su temor era que, si caía en batalla, ella muriese de amor: así se lo había dicho a su madre y a sus hermanas la noche anterior.
Partió el guerrero tras darle su palabra de que tendría cuidado, y la princesa quedó esperándolo entre suspiros y temores, siempre acompañada por sus hermanas. Lo que nadie sabía era que había un pretendiente que, decidido a enamorarla, cada tanto se le acercaba a llevarle noticias de la guerra que, mentía, le acercaban los pájaros. El interés de ella por la suerte de su amado hacía que siempre lo recibiera.
Pasado un tiempo, y temiendo que su rival regresara de la frontera y se descubriera la mentira, el malvado le dijo, fingiendo pena, que su amor había muerto en combate. Como dice un viejo refrán, en el pecado está el castigo, pues la princesa no se enamoró de él, sino que, sumergida en el dolor, comenzó a marchitarse entre lágrimas y silencios: se cubrió el rostro con su pelo, y envuelta en un manto, se quedó en un rincón oscuro, donde no entraba la luz. Y por más que los padres trataron de animarla y le ordenaron salir a recibir la bendición del sol, Iztaccihuatl se apagó como una llama en la tormenta.
La aldea lloró la muerte de los enamorados –como no llegaban noticias del capitán, todos creyeron al mentiroso–, velaron a la joven entre lágrimas y prepararon otra tumba a su lado para enterrar al prometido cuando trajeran su cuerpo.
Al día siguiente llegó Popocatéptl y fue ante el rey para rendirle cuenta de la batalla y recordarle la promesa de desposar a su hija. El rey le contó lo sucedido y el héroe, después de buscar al malvado inútilmente, pasó la noche llorando, pensando en cómo eternizar la memoria de su amada.
Al día siguiente pidió ayuda a la tribu para hacer un gran túmulo, en cuyas alturas descansaría la princesa. Mucho trabajaron los de su tribu y tribus vecinas; el túmulo llego a tener la altura de diez montañas, y estaba frente a otra, donde él pidió que lo enterraran cuando muriese.
Luego de llevar el cuerpo incorrupto de la amada hasta la cumbre, la besó y se recostó junto a ella, abarcándola con el brazo del corazón. Esa misma noche comenzó a nevar y la nieve cubrió a los amantes.
Al salir el sol, cuando los tlaxcaltecas fueron a buscarlo, estaba muerto, y cumpliendo la promesa, lo llevaron a la otra montaña, desde donde sus almas podían comunicarse. Ambas cumbres, desde entonces, tienen la cresta blanca, pero cada tanto una de ellas ruge y hace temblar la tierra, ciega de dolor por un amor que no pudo consumarse.
Sugerencias: 1) Esta es una de las muchas leyendas sobre estos volcanes, todas muy atractivas; 2) Buscar el poema de José Santos Chocano “El idilio de los volcanes”; 3) Leer Mitologías de las estepas, de los bosques y de las islas: hermosos relatos de países poco conocidos.