En Europa, desde el Medioevo y durante siglos, una de las formas de entretenimiento era la “velada”, un encuentro de vecinos donde las familias se reunían en la casa de alguien; si era invierno, en la cocina o la sala. Si era verano, en el patio trasero o jardín, si lo había.
La casa era sencilla y la gente que allí se reunía también. Las edades de los asistentes iban desde niños de pecho a abuelos. El objetivo: olvidar los pesares, que los viejos se entretuvieran y que los jóvenes comenzaran a conocerse para luego casarse.
Eran unas pocas horas de encuentro, en las que olvidaban la dureza de la vida, se reían de las bromas –no demasiado delicadas–, comían algo caliente y tomaban un vino de receta familiar. Todos se unían en la alegría común.
En cuanto se invitaba a una velada, lo más esperado eran los relatos que allí se contarían. Relatos que, con el paso de los siglos, alguien iría recopilando y más tarde se editarían en libros que más de uno de nosotros habrá leído con deleite, pese a que los nombres de sus autores se adentraron en el absoluto olvido.
Siempre se invitaba a una velada durante las horas de descanso o en “día de guardar” –domingo o fiesta de santoral–, y en poco tiempo las pequeñas poblaciones rurales la habían adoptado. Durante el invierno, la vida en estas aldeas giraba alrededor de este encuentro. A finales de noviembre y hasta principios de marzo, cerca de las seis de la tarde, las jóvenes, acompañadas de sus madres y alguna tía o abuela avejentada, se dirigían a la granja donde se festejaría el encuentro.
Los varones llegaban más tarde, también en grupos de variadas edades, casi por clanes familiares o del sector barrial en que vivían, y generalmente aportaban la leña que, en las regiones pobres y de señores feudales, no siempre era fácil de conseguir.
Si los dueños de casa no lo especificaban, todos llevaban un poco de pan, un poco de vino, un algo al aceite o lo que tuvieran en su alacena.
La cercanía al fuego se la reservaba para los ancianos; las mujeres y hombres que trabajarían durante la distracción –hilanderas, costureras, reparadores de redes, tejedores de cestos– se ubicaban cerca de la luz para continuar con sus tareas mientras escuchaban. Los niños, envueltos en mantas o pieles de ovejas, se acurrucaban en los rincones o a los pies de sus padres.
Lejos en el tiempo se iluminaban con teas y más acá en el tiempo, con lámparas a kerosén. Luego de unas horas en las que intercambiaban noticias de pueblos vecinos, de sucedidos en la aldeas, de comer algo dulce, se daba un recreo a los niños, y estos podían correr entre los mayores y jugar a “la chancha echada”, que consistía en ocultar algo bajo la silla, el canasto o bolso de otro para que pagara con una prenda.
A veces se bailaba, y no faltaban los cantos de viejas baladas de amores tristes, de pérdidas o batallas; otras veces se intercambiaban juegos de palabras que escondían frases con doble sentido... Y si por casualidad caía una hoja del ramo protector colgado de una viga sobre la cabellera de una jovencita, se burlaban o felicitaban al muchacho que estaba a su lado, pronosticando un venturoso romance.
Pero como les decía al comienzo de esta historia, el momento más esperado era cuando el relator de turno tomaba la palabra y pronunciaba una frase que, después de mil años, sigue atrapándonos: “Había una vez…”.
Sugerencias:
1) Aprovechemos los respiros que se nos dan e invitemos a una o dos amigas por semana.
2) Llamemos a nuestros amigos o vecinos por teléfono y 3) en la lista, agreguemos en primer lugar el nombre de aquellos a quienes no tenemos ganas de llamar.
* Escritora cordobesa. Contenido especial para revista Rumbos.