Uno de mis hermanos, antes de radicarse en Neuquén, donde ahora vive, casi todos los veranos alternaba sus viajes entre las poblaciones argentinas y chilenas más australes del mundo.
De uno de esos viajes trajo un cuadernillo muy interesante sobre la Isla de Chiloé.
Para quienes no lo saben, les comento que Chiloé es solo la isla mayor del archipiélago del mismo nombre. Según Wikipedia, este es “un conjunto insular situado en la Región de Los Lagos, en el sur de Chile (…). Su superficie es de casi 9000 km².”
La publicación se titula Chiloé – Historia y Mitología y aclara que trata de “artilugios” y costumbres, de comidas típicas y medicina popular, sin olvidar las supersticiones: todos temas que me atraen.
Entre mitos y fábulas di con la leyenda de la Pincoya, ser sobrenatural personificado en una mujer bellísima que representa la fertilidad de las costas chilotas.
Suele andar acompañada por su fiel compañero, el Pincoy, a quien le gusta cantar para ella, que entra en trance ante su voz y baila seductoramente; si lo hace mirando hacia el mar, habrá pesca abundante, pero si mira hacia tierra adentro, habrá escasez.
Esta diosa comparte con las sirenas argentinas y escocesas una costumbre: la de dejarse ver, siempre por varones solitarios, sentada entre las rocas peinando su hermosa cabellera. Una de sus tareas es salvar a víctimas de naufragios.
El invunche, en cambio, es un ser deforme que cuida la guarida de las brujas; está representado por un niño pequeño que fue robado por un brujo. Las malévolas lo crían desnudo y lo alimentan con carne humana y leche de una hembra felina. Cuando crece, las brujas impiden que huya arrancándole una de sus piernas y plantándosela en la columna vertebral.
Su voz es horrible y hace huir a todos, lo cual es bueno, ya que su mirada vuelve loco a cualquiera: solo las magas lo miran sin enloquecer. Pero, si muere o alguien lo mata, su carne cura casi todas las enfermedades, y cuando eso sucede, según un dicho chileno, las brujas se lo “pleitean”.
Entre las supersticiones figuran algunas españolas, como la de los “entierros”; igual que acá, se trata de tesoros escondidos, que bajo ciertas circunstancias dan señales de su ubicación, generalmente a través de fogatas –semejantes, aunque diferentes, a nuestra “luz mala”– o bien mediante ruidos.
No todos podemos descubrirlos, solo los afortunados. Se cree que la noche de San Juan es propicia para ver estos fuegos arder a veces en medio de la lluvia, sin apagarse, o escuchando los ruidos que indican la proximidad del tesoro.
Si damos con uno, no hay que llevar encima nada bendito, pues el oro desaparecerá. Tampoco se puede nombrar a Dios o a un Santo protector, y si se necesita un grupo de personas para el trabajo, este deberá ser de número impar.
Demás está decir que he tomado notas sobre estas similitudes y diferencias –a veces mínimas, otras contrastantes–, ya que, por gusto y curiosidad, recopilo leyendas y creencias que suelo comparar con otras similares del mundo.
Prometo pasarles otra vez comidas y remedios populares de esta zona que me resultó tan atractiva.
Sugerencias: 1) Buscar los poemas de don Liborio Borquez Andrade, cuyo primer apellido, de origen vikingo, al establecerse en España en el año 400, se “españolizó”. Mil años después, su descendiente vivió en las antípodas, pero en una tierra semejante a su cuna nórdica y se destacó escribiendo –como los antiguos vates– crónicas poéticas, casi seguramente ignorando sus raíces; Jung estudiaría su caso.
*Escritora y columnista de revista Rumbos. Contenido exclusivo.