“La joven Eugenia”, la columna de Cristina Bajo

Era una intrépida muchacha que alborotaba todo como un chiquillo, y a la vez era la más fashionable señorita de esta villa.

“La joven Eugenia”, la columna de Cristina Bajo
Cristina Bajo, escritora y columnista de revista Rumbos.

Cuando era chica, las revistas femeninas traían unas propagandas, casi siempre de cosmética, donde el retrato de una belleza de otro tiempo ponía rostro a un perfume, un jabón fino, un lápiz labial. A mí me gustaban tanto que, en un cuaderno, anotaba los nombres de estas mujeres destacadas, ya por su belleza, su intelecto o su rol en la historia.

Recuerdo que guardaba esas páginas en carpetas especiales, y fuese porque mi hermana menor respondía al hermoso nombre de María Eugenia –aún no había nacido Nenúfar–, la Montijo se convirtió en una de mis preferidas. Ya de grande, seguí interesándome en esta galería de heroínas, y hace unos días, en una revista española, en Internet, me reencontré con esta mujer que brilló en la sociedad internacional a partir de la mitad del S.XIX.

De familia noble, nació en Granada y fue bautizada como Eugenia María Guzmán. Su padre era un grande de España y su madre, María Manuela Kirkpatrick y Grevignée, descendía de un cónsul estadounidense con ancestros escoceses y malagueños. Su padre detestaba las intrigas palaciegas y prefirió vivir en un lugar alegre y saludable, Albaicín, donde la niña creció entre la sencillez del padre y con una madre adicta al lujo, quien, a pesar de la vida casi rural, rodeó a sus hijas de profesores de idiomas y maneras, y las hizo viajar por las principales capitales de Europa.

El gran novelista Juan Valera, amigo de la familia, describía así a Eugenia: “Es una diabólica muchacha que, con una coquetería infantil, alborota y hace todas las travesuras de un chiquillo de seis años, siendo al mismo tiempo la más fashionable señorita de esta villa y […] tan adorablemente mal educada, que casi-casi se puede asegurar que su futuro esposo será mártir de esta criatura celestial, nobiliaria y sobre todo riquísima”.

Eugenia tenía pocas amigas, pues consideraba a las madrileñas “tan tontas que solo saben hablar de moda, además de que se critican las unas a las otras”. No había quien la superara en belleza, pues hasta las damas más elevadas la elogiaban por su porte, su estrecha cintura y la fineza de sus manos.

Su hermana tuvo menos problemas que ella para casarse, y lo hizo nada menos que con el Duque de Alba, del que, se decía, Eugenia estaba enamorada desde niña; y fue tanta su desilusión, que intentó suicidarse comiéndose una caja de fósforos.

Cuando se recuperó, pensó en tomar los hábitos, pero su madre la trasladó a París y allí, impensadamente, encontró la felicidad al entrar en la alta sociedad europea. En 1850, mientras Napoleón III iniciaba el II Imperio, ambos se conocieron en los salones de la princesa Matilde Bonaparte y el emperador quedó enamorado. Quizá no era matrimonio en lo que pensaba él, que tenía dieciocho años más que ella, pero Eugenia fue tajante: “Si quería una dosis de Montijo debía ser mediante matrimonio”.

Napoleón se proclamó Emperador el 2 de diciembre de 1852 y poco después pidió matrimonio a Eugenia. Ella aceptó y la boda se concretó en una ceremonia en el Palacio de las Tullerías. Las bendiciones religiosas las recibieron en la Catedral de Notre Dame, de donde ella salió convertida en emperatriz. El novio planteó su decisión expresando que “había preferido a la mujer que amaba y respetaba”, a una desconocida elegida por conveniencia.

La frase final es romántica e inolvidable: “Al poner la independencia, las cualidades del corazón y la felicidad familiar por encima de los prejuicios dinásticos, no seré menos fuerte, ya que seré más libre.

Sugerencias: 1) Leer Eugenia de Montijo, de Brígida Gallego; 2) O Pasión Imperial, de Pilar Eyre; 3) En Internet, el filme de 1944 Eugenia de Montijo.

*Escritora y columnista de Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.

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