Me muero”, pensó Diego Bigongiari cuando, en julio de 2019, un cirujano le dijo “usted tiene un adenocarcinoma papilar en estadio tres avanzado”. Tenía cáncer de pulmón. De inmediato pensó con angustia en sus dos hijos y en su madre, y se puso a planificar el resto de su vida: cómo acomodar su casa ante la necesidad de ser asistido, qué poner en su testamento, cómo y a quién contarle que la muerte estaba ahora tocando a su puerta. Ocurre que durante siglos la palabra cáncer ha estado ligada al inexorable paradigma de una “larga, cruel y penosa enfermedad”, con pocas o ninguna perspectiva de curación. Pero la ciencia está rompiendo ese axioma.
El diagnóstico de Diego era complejo: cáncer de células no pequeñas con metástasis, o sea, que no había cirugía posible y que con los tratamientos tradicionales de rayos y quimioterapia tenía, con suerte, un 5% de posibilidades de estar vivo un lustro después. Encima, cargaba con el recuerdo fresco de su hermana Marina que había fallecido un año y medio atrás después de luchar dos años contra, justamente, un cáncer de pulmón. Las cartas estaban echadas, se avizoraba un futuro corto plagado de dolor y agonía.
Pero la enfermedad, culturalmente asociada a un destino lúgubre, se manifestó en Diego en un momento clave de la ciencia médica. Desde fines de 2015 existe la terapia inmunológica para ese tipo de cáncer; un tratamiento que, en su caso, consistió en recibir 35 aplicaciones por vía endovenosa del anticuerpo monoclonal Pembrolizumab a lo largo de dos años. A instancias del oncólogo Manglio Rizzo, Bigongiari siguió este procedimiento. Para su incredulidad, durante el tratamiento prácticamente no sufrió efectos adversos y, terminado ese lapso, el tumor y sus metástasis habían desaparecido. Tuvo cáncer, uno de los más fulminantes, y no lo sintió.
No hubo dolor, ni pérdida de apetito de ninguna clase. Fueron los estudios médicos los que le indicaron la gravedad de su situación. Pero fue su cuerpo, con ayuda de los avances científicos, el que derrotó a ese intruso maligno que hasta hace muy poco llevaba todas las de ganar.
En efecto, los tratamientos basados en la inmunoterapia están provocando una revolución en la lucha contra el cáncer. Explicado a vuelo de pájaro: en vez de atacar los tumores, las inmunoterapias le dan herramientas al organismo para defenderse solo, logran que los linfocitos T puedan desactivar los mecanismos de defensa del tumor para embestirlos hasta hacerlo remitir. Claro que todo este asunto es bastante más complejo: juegan aquí antígenos, inhibidores, biomarcadores, proteínas, péptidos, etcétera. Lo relevante es que siguen sucediéndose los buenos resultados.
Ya sea con fármacos vía oral o endovenosa, las terapias inmunológicas se utilizan en variantes de cáncer de pulmón (el tipo de cáncer que más muertes causa en el mundo), melanomas, tumores en cabeza y cuello, cáncer escamoso de piel, carcinoma uroterial, de riñón y tumores de Merkel. Ante cáncer de colon, solo se les prescribe a los pacientes que tienen inestabilidad microsatelital, que representan un 10% de quienes lo padecen. También se usan en los poco frecuentes tumores digestivos (esófago y gástrico) y en el hepatocarcinoma.
Se calcula que en diez años, estas terapias atacarán al 60% de los tipos de cáncer. Y lo más extraordinario es que impulsan a que el cuerpo se sane a sí mismo, al punto de que hay casos en los que –aun dejando la medicación– el organismo sigue batallando solo contra el tumor.
Gracias a la terapia inmunológica, Diego no sólo evitó la quimio y sus duros efectos adversos, sino que además escribió un libro para experimentar de algún modo la supuesta terrible enfermedad que no estaba sintiendo en su cuerpo. En Cáncer de Capricornio (Editorial Edhasa), Bigongiari cuenta con perplejidad cómo atravesó su patología sin secuelas, reflexiona sobre el cambio de prioridades que implica saberse en un momento límite de la vida, relata maravillado los exquisitos placeres gastronómicos acompañados por buen vino y el sexo que disfrutó mientras se sometía a la terapia, y expone su propia investigación sobre laboratorios, personalidades de la ciencia que lograron avances trascendentales, describe los valores millonarios que se manejan, despotrica contra los farsantes que prometen remedios cuasi milagrosos…En fin, realiza una detallada descripción de toda la parafernalia que rodea al cáncer.
“Mi caso fue de manual. El primer síntoma colateral que tuve fue una diarrea fuerte que me duró una semana, me dieron corticoides para pararla y eso me infló, me hizo engordar, después tuve picazón por todo el cuerpo: mi mayor problema con el cáncer fue cómo rascarme la espalda. Literalmente no sentí prácticamente nada. En mi caso fue realmente una banalización del mal”, reflexiona Bigongiari.
Es más, su aspecto vigoroso le daba pudor. “Me daba vergüenza ir al hospital de día a hacerme el tratamiento. Ahí hay unas doce camas con pacientes que están reducidos, flacos, con un turbante o pañuelo, y yo estaba gordo, y como no iba a la peluquería por la pandemia tenía el pelo por los hombros. Me sentía realmente avergonzado”, recuerda.
Si bien estas terapias generan una esperanza enorme, lo tremendo del cáncer es no solo la manera en que se esconde y ataca, sino que cada organismo lo desarrolla de una manera distinta y reacciona a los diferentes tratamientos también de un modo distinto. “Por las características de su tumor, Bigongiari tenía chances de que sucediera lo que sucedió. No es una rareza, es algo espectacular que hace cinco años era impensable, pienso que vamos a ver estos resultados cada vez con más frecuencia”, dice Rizzo, médico oncólogo del Hospital Austral y miembro del equipo del Laboratorio de Inmunobiología del Cáncer del Instituto de Medicina Traslacional de la Universidad Austral. De todos modos, aclara: “No todos los pacientes la pasan de vacaciones como Diego, pero este tipo de terapia sí tiene un perfil totalmente diferente de toxicidad a la quimioterapia. Las personas piensan en un tratamiento oncológico e inmediatamente imaginan que se les cae el pelo, que tienen náuseas, vómitos... En general, dos de cada diez pacientes van a tener una toxicidad clínicamente significativa cuando utilizan esta inmunoterapia, y eventualmente se cambiará el tratamiento o se suspenderá la medicación. Pero podemos decir que ocho de cada diez la pasan bien o a lo sumo con alguna molestia no significativa”.
Con cautela, con mucho pudor y por lo bajo, los oncólogos están empezando a atreverse a murmurar la palabra “curación” para el cáncer, un vocablo antes jamás pronunciado al lado de esta enfermedad. Ni siquiera se la ve escrita en los prospectos de los medicamentos diseñados para tal fin: siempre se ha hablado de “sobrevida”. “Curación es una palabra que nosotros la tenemos vedada, porque no contamos todavía con el tiempo suficiente para decir que realmente hay cura. Hay pacientes que tienen respuestas completas, a los que el tumor les desaparece, pero debemos seguir controlando por si resurge, necesitamos más tiempo de seguimiento”, sostiene Rizzo con prudencia.
Bigongiari, en virtud de su feliz experiencia, deja la cautela a un lado y afirma: “Más que sobrevida, yo tuve una supervida, una pacífica lucha contra la larga e imperceptible y dulce enfermedad”.