El año más infame de nuestras vidas está a punto de terminar. Recuerdo claramente aquellos primeros días, en los que mi hija festejaba lo que iban a ser un par de semanas extra de vacaciones.
Las redes sociales inundadas de medialunas, panes caseros y experimentos con masa madre. Luego, la nube de angustia que fue cubriéndolo todo a medida que avanzó el invierno y las pérdidas humanas. Todos enganchados a los noticieros de la noche, aguardando el parte de bajas de una guerra imperceptible.
La primavera abrió las primeras grietas en ese cielo oscurísimo y se colaron unos tibios rayos de sol. Y, ahora, el verano y la promesa de la vacuna, que parecen dispuestos a cerrar el círculo. Toco madera. Falta apenas un puñado de horas para el final del año en el que se suspendió el tiempo, en el que la mejor manera de estar fue no estar.
¿Qué voy a recordar de esto? Espero que poco. Espero olvidar lo antes posible todas las videollamadas con mis viejos y amigos –placebos del contacto real–, el olor a lavandina, el temor a la cercanía con otros, las calles vacías y la imposibilidad de imaginar el futuro. Como Jim Carrey en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, me sometería con gusto a un borrado parcial de memoria.
Salvaría del lampazo un par de cosas. No querría dejar ir lo que sea que me impregnaron muchos de los libros que leí, las películas que vi y las músicas que me animaron en este encierro. Y esa cancha de básquet improvisada en la terraza con un balde azul, esos duelos a cara de perro con mis pibes. Sólo eso. Todo lo demás, “seleccionar y borrar”. Y adiós 2020. Hasta nunca.