Guillermo del Toro: “Cuando era chico hice un pacto de amistad con los monstruos”

El director mexicano acaba de estrenar “El callejón de las almas perdidas”, un filme por el que fue candidato al Oscar por Mejor Director. Un artista que ha logrado crear un universo propio e inconfundible, basado en la fantasía y el amor por las criaturas aterradoras. Ícono del mejor cine latino de nuestra época.

Guillermo del Toro: “Cuando era chico hice un pacto de amistad con los monstruos”
Guillermo Del Toro para Rumbos 970 Foto Prensa

Cuando un periodista le preguntaba de dónde había salido su obsesión por la ley y el suspenso, Alfred Hitchcock solía contar una anécdota ‘“formativa”: a los cinco años de edad, y como penitencia, su padre lo había mandado a encerrar un rato en la comisaría más cercana ‘”para que aprenda lo que le pasa a los chicos traviesos’’. Admirador y autor él mismo de un libro sobre Hitch, el mexicano Guillermo del Toro (Guadalajara, 1964) tiene su propio episodio “formativo”. Según cuenta cada vez que puede, tenía tanto miedo a la oscuridad que una noche, convencido de que su cama estaba rodeada por monstruos, y desesperado por orinar, dijo en voz alta: ‘”Si me dejan llegar hasta el baño, les prometo que voy a ser su amigo’’. Nadie se interpuso en su carrerita, y pronto los cuadernos escolares de ese niño con sobrepeso se fueron llenando de dibujos de monstruos, fantasmas y también robots. Al principio emulaba los clásicos del terror que veía en televisión y le provocaban esas pesadillas, como Frankenstein y El monstruo de la Laguna Negra; luego fue inventando los suyos propios.

Del Toro comparte su obsesión nerd por lo fantástico con otros directores de su generación como el texano Robert Rodríguez, el neozelandés Peter Jackson o el español Alex de la Iglesia. Todos ellos en su niñez hacían películas caseras en Súper-8 donde obviamente ocurrían cosas terribles: a esa edad, la aventura del cine pasaba por averiguar cómo hacer una sangre ‘’realista’', un bicho que dé miedo por pocos pesos, o una herida falsa que pasara la inspección prejuiciosa de familiares y amigos. Era la época en que, imposibilitado de replicar los choques y explosiones de los tanques de Hollywood, el cine B se había llenado de asesinos cuchilleros que se cubrían la cara con una máscara. Pero en México ni siquiera había gente que hiciera cine de terror en serio: todo eran musicales, melodramas y peleas de catch. De tanto meterse en el asunto de los efectos especiales, el joven Del Toro terminó trabajando en el rubro para Televisa, que a fines de los ‘80 producía la serie La hora marcada, una suerte de Dimensión desconocida con tacos. Allí conoció a Alfonso Cuarón y Alejandro González Iñárritu. Del Toro y Cuarón terminaron dirigiendo un puñado de episodios de la serie, y luego sendas óperas primas con créditos del instituto del cine mexicano, antes de ir a probar suerte a Hollywood.

Peleando a la contra

El primer largo de Del Toro, Cronos (1993), estaba protagonizado por Federico Luppi en el papel de un anticuario que encuentra un extraño reloj con habilidades vampíricas. El gran efecto especial de la película fue el reloj en cuestión, diseñado por el propio Guillermo y cuyas pinzas sanguinolentas hacían saltar a varios en la butaca. El director llegó a vender su camioneta para construir la maqueta que mostraría a escala grande los engranajes del reloj; así de exigido estaba. Pero la película llamó la atención en el circuito independiente de festivales.

Con esas credenciales, y tras varios años ofreciendo proyectos, el estudio Miramax aceptó producir su primera película en inglés. Mimic (1997), sobre unos insectos gigantes, fue el rodaje más amargo de su carrera. Los productores le pedían que moviera más la cámara y discutían todas sus decisiones; el equipo técnico se oponía a que metiera la nariz en los efectos especiales; hubo conatos de motín en el set y se llamó en secreto a otros directores para reemplazarlo. Pero Cronos había despertado admiración entre sus colegas anglosajones, que salieron a defenderlo; entre ellos el mismísimo James Cameron, que estuvo a punto de irse a las piñas con el nefasto Harvey Weinstein, dueño de Miramax, ¡en plena ceremonia del Oscar!. Del Toro completó la película y se quedó con algunas mañas, como la de editar a medida que va rodando, para dar seguridad a actores y técnicos y evitar que le arranquen el proyecto de las manos. Desde entonces, además, se jacta de trabajar sin segunda unidad: ‘’yo ruedo todos los planos” dice, desdeñando los equipos muletos que en Hollywood se suelen ocupar de las escenas sin actores.

A partir de esa época, y como su amigo Cuarón, pescó en las dos orillas: por un lado películas anglosajonas de gran presupuesto, con mucha acción y sujetas a las leyes de la taquilla, como Blade II (2002), Hellboy y su secuela (2004 y 2008), o la desatada Titanes del Pacífico (2013), donde pone a luchar monstruos tipo Godzilla con robots gigantes que él mismo diseñó. Del lado de enfrente, películas más autorales e iniciáticas como El espinazo del diablo (2001) y El laberinto del fauno (2006), rodadas en España con producción de Pedro Almodóvar. La única condición que puso el manchego para bancar El espinazo del diablo fue mudar la acción del México revolucionario, donde transcurría originalmente, a la España del franquismo. A partir del éxito de todas estas películas, Del Toro ayudaría a su vez produciendo las óperas primas de directores más jóvenes como el español Juan Antonio Bayona (El orfanato), el ecuatoriano Sebastián Cordero (Rabia) o el argentino Andy Muschietti (Mamá).

Las bestias pop

El realizador suele decir que sus películas en inglés también son personales: con la única excepción de Blade II, todas parten de guiones suyos, y si bien Hellboy está basada en un comic ajeno, el personaje es lo suficientemente oscuro como para encajar a la perfección en su universo. “Me han ofrecido muchas películas grandes de superhéroes, pero no sé qué hacer con los caucásicos que llevan capa y calzones’' dice con una sonrisa. Tampoco le interesa hacer publicidad: “cada vez que me ofrecen algo y les propongo por ejemplo poner a unos fetos bailando, se termina la reunión’'. confiesa entre risas.

Es que los monstruos canalizan el interés de Del Toro por el otro: en particular el marginado, temido o despreciado. Suele decirse que sus monstruos son los mejores del Hollywood actual. “Cuando eres joven y vas a un baile, sueñas con ser el centro de la noche, pero entre ese sueño y ser el ridículo de la noche hay un hilo muy corto. En lo ridículo también hay algo de sublime; no hay que tenerle miedo. Hay que hacer del defecto virtud’'. Estas palabras -pronunciadas frente a un auditorio de estudiantes de cine hablan- del proceso creativo pero también podrían ser una definición de sus creaciones más extravagantes, como la célebre criatura con ojos en las manos de El laberinto del fauno.

Quizá la mayor diferencia entre sus películas en uno y otro idioma, al menos hasta 2015, es que los monstruos anglosajones existen en la realidad de sus tramas fantacientíficas, mientras que en sus películas españolas son más bien apariciones, fantasmas. ‘’Para mí un fantasma que aparece una y otra vez es una señal de algo que está pendiente’' explica. Un amor no declarado o un crimen impune pueden ‘’somatizar’' en forma de monstruos, pero esos monstruos son parte de uno, una especie de “doble negativo”.

Fantasmas de lo viejo

En 2014, Del Toro cumplió cincuenta años y de alguna manera empezó a pensar en sus cuentas pendientes. Hacía un tiempo que venía derivando sus ideas más ‘’comerciales’ a otros formatos: cuando no consiguió estudio para uno de sus proyectos de serie, terminó publicándolo en forma de novelas, la Trilogía de la Oscuridad (Nocturna, Oscura y Eterna, 2011-2014), lo que a su vez derivó en que le ofrecieran... adaptarlas en forma de serie. Trollhunters, su serie animada para Netflix, también fue publicada primero como novela.

En la medida que los proyectos más ‘”de género’’ fueron cambiando de formato e incluso de director -reteniendo Del Toro el rol de productor y/o guionista, como hizo con la trilogía El hobbit de Peter Jackson-, el mexicano empezó a probar con una mirada más adulta. La cumbre escarlata, de 2015, fue el primer intento: una decimonónica historia de fantasmas rodada en inglés. La película se rodó en Inglaterra con un gran presupuesto y terminó perdiendo dinero, pero fue el escalón necesario para llegar, dos años más tarde, a La forma del agua, la obra que resume todas las preocupaciones de Del Toro hasta ese momento y que ganaría cuatro premios Oscar, incluidos película y director. La historia, reversión humanista de El monstruo de la Laguna Negra, combina la obsesión por lo distinto con una sexualidad impensada, todo en el marco de la Guerra Fría que había estado subyacente en la película original. La criatura, como muchas veces, fue encarnada por Doug Jones, un delgado intérprete que resulta el verdadero actor fetiche del mexicano.

Pasaron cuatro años hasta el estreno de El callejón de las almas perdidas, el último largo de Del Toro, que es también el primero sin elementos sobrenaturales. Se basa en una novela de 1947 y su primera hora transcurre en una feria de variedades con tiro al muñeco, forzudos y freaks; luego se pasa a un tono urbano y despiadado, de film noir, a medida que se va revelando el carácter sombrío del protagonista, un Bradley Cooper muy lejos de su registro habitual. Los fantasmas, esta vez, son un timo creado por los feriantes, y el devenir de la historia, funesto. Es la película más pesimista de su carrera, una que representa el verdadero final del sueño americano: el de los muchos perdedores del sistema.

En estos días la película fue protagonista en los Oscar, pero el hombre de Guadalajara ya está en otra: prepara para fines de 2022 su primer largometraje animado, una versión de Pinocho en stop-motion y ambientada en la época de Mussolini. Ha sido uno de sus proyectos más acariciados, como el de adaptar el Frankenstein de Mary Shelley o En las montañas de la locura, de H.P. Lovecraft. Si estos últimos no llegan a ser películas, por lo menos tendremos una colección de dibujos de este proyectista incansable, que no filma un metro de película hasta tenerla toda dibujada en storyboard. Maduro pero con la curiosidad de un niño, Del Toro sigue cumpliendo con esos primeros monstruos que lo dejaron bajarse de la cama.

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