“Extraña justicia”, la columna de Cristina Bajo

Cuenta Carlos Fisas que en los años 30 varios loros fueron condenados al paredón, en Rusia, por cantar canciones zaristas.

Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".
Cristina Bajo, escritora y columnista de revista "Rumbos".

Descubrí a Carlos Fisas un día en que me sentía cansada y quería leer algo –como quien dice– que solo me distrajera, sin darme mucho que pensar. Y mientras recorría la lista de mi Kindle, di con sus Historias de la Historia, que parecían prometedoras pues la historia me gusta, aunque esté tratada en broma.

Así conocí a este catalán a quien una periodista –Ana Ma. Ferrin– describió en una nota de Internet como “cerebro agilísimo, crítico corrosivo, creyente inamovible en cuatro cosas básicas. Por saber, sabe hasta la frase con que yo pensaba encabezar esta entrevista y ya no me atreveré.” La frase era de Chesterton y aclara a quien le interese: “Divertido es lo contrario de aburrido, no de serio.” Lo cual, les diré, es la purísima verdad.

En estas historias hay datos risueños, curiosos y poco conocidos sobre casi todo: desde hechos artísticos y políticos, chismes subidos de tono de la nobleza de Europa –contados de tal manera que ni una monja pestañearía–, y otros científicos que parecen inventados.

Me gusta mucho leerlo porque, como un mago, saca de la galera personajes olvidados y hechos absolutamente insólitos que, por lo que sé, nunca pudieron ser desmentidos. Como aquel que habla de los animales que, cinco o seis siglos atrás, eran enjuiciados: mulas y cerdos que habían matado alguien y plagas de langostas o de ratas a las que se les nombraba defensores y, en algún caso, se las excomulgaba.

Una rareza: los primeros juicios que narra Fisas son del S. XX: el capítulo “Animales procesados” comienza así: “Cualquiera diría que, siendo la justicia cosa tan extraordinaria, grave e importante, deberían ser solo los hombres sus sujetos. Así es, en la actualidad, con sólo unas escasas excepciones.”

A partir de ahí comenta un juicio de 1935, en Atenas, donde se condenó a muerte al loro del dueño de un famoso restaurant, pues el pájaro vivaba a un político que acababa de ser derrocado por un golpe de Estado. Para la misma época, se fusiló en Rusia a unos loros por cantar canciones “capitalistas y zaristas”. Y pocos años después, al entrar los aliados en Berlín, un médico hizo poner un anuncio en los diarios donde decía no ser responsable por las ideas nazis de su papagayo. Supongo que le creyeron.

El resto del capítulo, dedicado a la antigüedad, es muy interesante pues detalla la parafernalia legal que, muy seria, se desarrollaba siglos atrás.

Si pensamos en que no hace muchos años, y varias veces, hemos visto cómo se decretaba la muerte de un perro por haber matado a alguien –generalmente un niño–, y nos enteramos que el animal había sido robado a su dueño y se lo hacía intervenir en peleas de perros; que al volver a la casa se lo tenía atado con una soga de menos de un metro de largo, en un patio donde andaban las criaturas, nos preguntamos si hay alguna diferencia entre el pensamiento de hoy sobre la causa-consecuencia y el de aquel remoto tiempo, puesto que generalmente, y casi siempre que sucede una desgracia de este tipo, hay un humano que tiene arte y parte de responsabilidad en la agresividad del animal, en la falta de previsión o en el descuido de la víctima.

Al menos, entonces, al animal se le concedía un defensor que aducía maltrato, hambre, descuido del interesado... Y el juez, con ciertas prevenciones, podía perdonarle la vida.

Sugerencias: 1) Mejoremos la sociedad aprendiendo a releer la historia; 2) Enseñemos a los niños el cariño por los animales, pero también cautela; 3) No compremos razas peligrosas ni tengamos animales enjaulados.

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