Siempre he creído que guardamos en nuestro corazón lugares secretos, que son como ciudades a las cuales, de vez en cuando, nos gusta regresar. Son lugares que marcaron un día de nuestras vidas, que se eternizaron en la evocación de un paisaje, del nombre de un pueblo, de aquel momento.
Recuerdo, entre otras cosas, un lejano viaje en tren, de recién casada, hacia las sierras; recuerdo que pasamos por una quebrada que me inquietó de tan estrecha, el reflejo de un río a lo lejos y el verde de los helechos en las paredes de piedra.
Recuerdo a una mujer que llevaba un gran ramo de calas entre sus brazos y olía desconcertantemente a albahaca; recuerdo su sonrisa, el zumbido de la máquina...
Y por seguir recordando, me viene a la memoria un lugar de La Rioja llamado Jagüé, muy arriba en la montaña, al que era difícil acceder. Vi mujeres tiñendo enormes madejas de lana, rústicas y gruesas, que acomodaban en las alambradas o en los árboles para que se secaran al sol. Los colores eran tan vívidos que solo podía compararlos al plumaje de los pájaros exóticos de los libros de mi infancia.
Recuerdo los cementerios en lugares perdidos. Hay uno, especialmente, a la vera un camino remoto del noroeste argentino, en una llanura árida, sin pueblos cercanos. Solo crecían matas rodeadas de un gemido agudo –el viento– que cesaba de pronto, como el llanto de un niño. Recuerdo las tumbas abiertas y cuerpos momificados que conservaban los restos de sus vestidos.
Hubo otro cementerio, en algún lugar de Corrientes –anegado de plantas acuáticas–, que iba sumergiéndose lentamente sin ruido ni escándalo. Era centenario y sus cruces de hierro sostenían un corazón de latón donde se leía un nombre, una fecha: casi todos eran niños, seguramente víctimas de alguna epidemia. Encontré, tirada al borde del agua, una pequeña cruz. La recogí, y mi madre la puso en una pared de su patio, entre jazmines, en recuerdo de esa niña que no tenía quien la llorase.
Pero también guardamos recuerdos de países que nunca visitamos. Luis Landero asegura que son más reales en los libros que leímos que en los viajes que finalmente pudiéramos hacer. “Y es que una ciudad –escribe– no está del todo acabada hasta que los escritores o los pintores la colonizan imaginariamente.”
Nunca estuve en Londres, pero ningún viaje real podrá acercarse a lo que sentí cuando leí por primera vez un libro de Iris Murdoch, donde sus frases le pusieron un toque tan vívido a la ciudad, que me deslicé por ella, subrayando las líneas que unían barrios, calles, estaciones y parques que recorría el protagonista.
Y ningún Madrid será igual al que se instaló en mi memoria, cuando un amigo me describió los sucuchos donde había escarbado, entre libros usados, hasta dar con mi regalo de cumpleaños: una vieja edición de Un cadáver en la biblioteca, de Agatha Christie, con un boleto de tren tan viejo como el libro. El sello, de agosto de 1951, advierte: “No se entregará ningún equipaje sin la presentación de esta contraseña”.
¿Qué sucedió con el viajero, que no retiró nunca su equipaje? La querida Agatha no desdeñaría este misterio.
Pero el lugar que abarca todos los lugares es aquella Última Thule de la que nos habló Borges. Borges, como saben, habitaba también lugares secretos. Él, que había sido tocado por la luz de la poesía, prefería vagabundear por laberintos a oscuras. Ya lo dijo Valle Inclán: “Las cosas no son como las vemos, sino como las recordamos”.
Sugerencias: 1) Cuidado cuando, de pronto, decidamos romper con una parte de nuestro pasado; 2) No sería raro que luego tengamos que llorar aquello que destruimos.
*Escritora y columnista de la revista Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.