Creo que la mayoría de nosotros todavía no está seguro si las restricciones sociales que nos impuso la pandemia se han levantado o siguen vigentes.
En mi caso, todavía me contengo de hacer reuniones de más de cuatro o cinco personas, sigo sin salir –espero hacerlo de propia voluntad la semana que viene– y pienso que he tenido la inmensa suerte de saber entretenerme sola sin que nadie me baile alrededor. Aprecio demasiado a amigos y familia o allegados para darles la categoría de actores de una comedia.
Me siguen doliendo los amigos perdidos en pandemia –más que por la enfermedad, por la edad y otras circunstancias–, y eso me molesta profundamente, pues no tuve oportunidad de despedirlos, de tener esa última charla, de tomar ese último té, compartir el cine o los libros que nos gustaron.
“Me siguen doliendo los amigos perdidos en pandemia, los sobrinos-nietos que no pudimos visitar en la cuna, los entierros que lloramos de lejos, las reuniones declinadas.”
Ni qué decir de los sobrino-nietos que no pudimos visitar en la cuna o en la pila de bautismo, los entierros que lloramos de lejos, las cartas perdidas, las reuniones declinadas, los amores que se desvanecieron antes de que llegara su otoño.
En medio de la pandemia, quedaron por ahí perdidos libros recién editados o reeditados después de décadas, ignorados por diarios y revistas porque se consideraba algo trivial entre tanto comercio y emprendimiento que cerraba o gente que se nos fue a otras provincias o a otros países.
Muchos de los nuevos amigos que viven lejos habrán quedado esperando esa carta que fuimos posponiendo por esta inercia que nos ganó, no a todos, pero sí a algunos de nosotros.
No es un buen momento, dirán muchos, para recordar faltas, y tienen razón: en realidad, es buen momento para comenzar a remendar el encaje de afectos y relaciones. Escribamos y enviemos una carta –no un mail o un mensaje de texto–; una honesta carta en papel, donde el calor del afecto se filtre en la presión de los dedos, en la marca que dejó el monte de la amistad de nuestra mano.
“No es un buen momento para recordar faltas, sino para remendar el encaje de nuestros afectos y relaciones. ”
Y digo esto porque dos jóvenes parejas, con hijos que aún no han cumplido los siete, que viven en Estados Unidos una de ellas, en Europa del Este la otra, fueron las que me sorprendieron, en estos años de encierro, eligiendo esa vía para contactarme.
Fue hermoso recibir fotos en celuloide, y no esas imágenes intangibles de los celulares; una de ellas en un campo de Bélgica, la otra en una casa de la América del Norte, con el vecindario nevado, en vibrante colorido ambas, y esas criaturas riendo con sus padres, al aire libre. Muy abrigados y felices en familia: es como si la tristeza de la peste hubiera pasado cerca de ellos y los hubiera desdeñado, por suerte, como presas.
No hablan de sus logros, me hablan de la dicha de ser familia, tener trabajo, encontrarse con sus padres y a veces con sus abuelos, la esperanza de visitar pronto nuestro país, reencontrarse con amigos, visitar –o conocer, al fin– las sierras y Cabana.
Uno pensaría que una sencilla carta y unas fotos tomadas en países lejanos, no deberían darnos ese aliento que indica que la vida que perdimos comienza a respirar muy cerca. Pero casi puedo sentir como si se fueran abriendo ventanas, y que luego seguirán las puertas y los caminos se volverán caminos de retorno.
No nos neguemos esa espera que marca el regreso a nuestras antiguas formas de vivir y disfrutar, de festejar nuevamente cumpleaños y fechas importantes. Y brindemos por cosas muy sencillas que tienen el sabor de un rito ingenuo y apaciguador, ese que acompaña a la humanidad desde que comenzamos a ser una tribu.
Sugerencias: 1) Comencemos a armar un álbum de fotos de Los años de la Peste; 2) Escribamos algún recuerdo de todo lo que pasamos, preferiblemente risueño.
*Escritora y columnista de la revista Rumbos. Contenido exclusivo de Rumbos.