Héctor Babenco nació en Mar del Plata –allá por mediados de los años 40– y colándose en las proyecciones del festival de cine de la ciudad es que se enamoró del séptimo arte. Hijo de una familia de “gauchos judíos”, supo laburar de vendedor de tumbas y en 1963 se fue a Brasil, para alejarse del número alto que le había tocado en el sorteo del Servicio Militar. Se quedó ahí y con los años se convirtió en un grandísimo director de cine, quizás el más grande que ha surcado los sets de nuestro vecino del norte. Bajo el influjo de Leonardo Favio y el neorrealismo italiano, sacudió la autopercepción de la sociedad brasileña con Pixote, el crudísimo relato de un niño de la calle de San Pablo, que fue nominada al Globo de Oro como Mejor Película Extranjera en 1982. Luego vino El beso de la mujer araña (Sonia Braga, Raúl Julia, William Hurt... ¡por Dios!), basada en la novela de su adorado Manuel Puig, otro talento emigrante de la insondable cantera cultural argentina. Hace poco Netflix sumó a su catálogo la celebradísima Carandiru, brutal retrato del motín acontecido en una cárcel paulista en 1992 que se saldó con 111 muertos: otro dedo en la llaga, otro rescate cinematográfico de los perdidos y los marginales. Se enteró que sufría cáncer justo al mismo tiempo en que era nominado al Oscar como director de El beso de la mujer araña. Y estuvo en esa pelea durante más de tres décadas. Hace unos años, junto con su esposa, decidió filmar un documental sobre su adiós. La enfermedad, la finitud, el amor... Las marcas indelebles que deja la infancia. Se titula Alguien tiene que oír al corazón y decir: paró. Se estrenó en el Festival de Mar del Plata, claro.
Un vistazo a “Carandirú”
Basada en una brutal masacre carcelaria ocurrida en 1992, acaba de sumarse al catálogo de Netflix.
