“Ariadna en Naxos”, la columna de Cristina Bajo

Dionisio invitó a la princesa de Creta a bailar y luego, recostados en la hierba, la besó y le pidió que fuera su esposa.

“Ariadna en Naxos”, la columna de Cristina Bajo
Cristina Bajo escritora. Foto Ramiro Peryera

Meses atrás conté la historia de Teseo, quien librara a Atenas del monstruoso Minotauro, un ser horrible con cuerpo de hombre y cabeza de buey. Les comenté cómo el joven héroe pudo hacerlo, ayudado por la hija del rey de Creta, Ariadna, que estaba enamorada de él. Ariadna quedaba, en mi historia, abandonada en una isla y hoy cumplo la promesa de contar el final de su leyenda.

Al desembarcar en la isla de Naxos, Ariadna bebió agua dulce y se recostó bajo los árboles, ignorando que Dionisio la había visto en sueños, se había enamorado de ella y que, a pedido de él, los dioses conspiraron para que ambos pudieran encontrarse. De más está decir que también borraron a Ariadna de la memoria de Teseo y de sus hombres, que siguieron viaje hacia Atenas.

Cuando amaneció, Ariadna despertó y se encontró en un lugar desconocido, y al acercarse a la playa, vio con desesperación cómo el rojo amanecer parecía tragarse el barco de su amado.

Creyéndose traicionada, se dejó caer en la arena y comenzó a llorar amargamente, pidiendo a Júpiter que castigara a Teseo, pero muy pronto se distrajo al oír una hermosa melodía acompañada de risas y cantos que parecían acercarse cada vez más hacia donde ella estaba.

Escuchó atentamente y distinguió flautas, cascabeles, armónicas y liras. Se puso de pie y, asombrada, vio salir de la floresta a un hermoso joven seguido por un leopardo tan manso como un animal doméstico, y tan bello como una bestia sagrada. El joven llevaba la cabeza coronada con hojas de parra, y a él y al leopardo los rodeaban ninfas, sátiros y centauros que cantaban y tocaban aquellos instrumentos musicales.

Ante el asombro de Ariadna, la rodearon, tomándose de las manos y alegremente la llevaron a un claro de la isla, donde otras ninfas le ofrecieron uvas y cerezas y un vino tan dulce y claro como un rayo de sol.

Mientras la agasajaban, creyó reconocer al joven apuesto y alegre –sin saber que lo había visto en sueños–, así que le entregó la mano y se dejó llevar hasta un trono de piedra cubierto de sedas de Oriente, donde se sentó, con el felino a sus pies, como si fuera una diosa.

Pronto el joven consiguió hacerla reír, trenzó una guirnalda de flores que colocó en su cuello, y antes de que ella se diera cuenta, borró toda tristeza de su ánimo… Y también el recuerdo de Teseo. Después de que les sirvieran un festín, le mostró su reino, con valles y vertientes, colina y senderos floridos.

Al atardecer, la invitó a bailar y luego, recostados en la hierba, con el perfume de la menta y bajo la mirada del leopardo, Dionisio la besó y le pidió que fuera su esposa. Desmayada de amor, Ariadna aceptó.

Los seres del viento y del agua avisaron a los dioses del Olimpo que estaban invitados a la boda, y no hubo novia más feliz y más hermosa que Ariadna en la isla de Naxos, donde Dionisio coronó a su amada con una tiara hecha por Hefesto, un dios feo y deforme, pero muy inteligente, padre de los orfebres y de los herreros. La corona era tan hermosa que luego los dioses la colocaron en el cielo y hoy la llamamos “Aurora Boreal”. Estaba hecha de oro casi blanco, con piedras preciosas de varios colores: jade de China, esmeraldas de la India, topacios de las Hespérides, amatistas de Groenlandia y rubíes de Gales.

No hubo tristezas para Ariadna, y Dionisio consiguió que se le diera un lugar en el Olimpo. Tuvieron muchos hijos y supieron hacerse felices.

Sugerencias: 1) Busquemos mitos para niños; 2) Interesemos a los adolescentes por diferentes mitologías: es un buen ejercicio comparativo.

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