La del pasado 11 de enero parecía una expedición sencilla para Rubén Aveiro. Después de mucho tiempo, no era el guía principal del grupo y estaba dispuesto a relajarse y disfrutar el desafío. El Aconcagua, como una novia, lo venía llamando a sus brazos desde hacía tiempo.
Sin embargo, a poco de andar se descompensaron dos personas y “aún faltaba mucho para la cumbre”. Debió bajarlos hasta el Campo Tres para ponerlos a salvo. Cuando volvía a paso ligero, encontró otro hombre en el camino que estaba atáxico y volvió a descender. Al regreso, dejó a otro reestableciéndose.
Su cuerpo ya no le respondía, pero hizo un esfuerzo extra para llegar. Después de todo, no podía permitir que una mala jugada del destino truncara su ascensión número 50 al Coloso de América.
A los 10 años, escuchó que alguien hablaba del Aconcagua y supo que alguna vez lo subiría. Consiguió la cima en febrero del '97, a los 23 años, pero antes ya había pasado largo tiempo en el Parque, trabajando como cocinero y porteador. El verano pasado, el sancarlino celebró a los gritos sus “cumbres de oro” en la cumbre del cerro más alto de Mendoza y asegura que seguirá volviendo allí, hasta que su cuerpo le diga 'basta'.
Rubén conoce cada piedra, cada pico y cada trozo de hielo. Es capaz de describir las innumerables vistas que ofrece -desde sus distintos perfiles y momentos del día- el 'techo' de América. Desde allá, ha visto la puesta de sol en el Pacífico, los valles de Catamarca y ha sido testigo impotente del “drástico retroceso de los glaciares”.
“El Aconcagua se adueña de vos. Te llama durante todo el año”, asegura, aunque no puede explicar bien el por qué de tal devoción. “Será la sed de superación, el desafío, el poder ayudar a alguien... porque allá arriba siempre terminás siéndole útil a alguien”, comena Rubén.
Aunque su humildad le impida reconocerlo, el hombre ha salvado muchas vidas. “La gente sólo quiere llegar y muchas veces se ofende cuando le decís que no está en condiciones de seguir”, acota.
Rubén formará parte de un documental, realizado por un argentino, que cayó por una de las laderas del cerro hace muchos años y estuvo cerca de la muerte (le amputaron varios dedos). El valle tano pasaba por allí guiando a un contingente y se desvió de su ruta para participar del rescate.
Después, no supo más de él. Resulta que el sujeto escribió un libro con su experiencia y lo recordaba por el apodo que escuchó en ese terrible momento. Así dio con él hace poco para filmar el documental. No son muchos los que pueden acreditar tantas ascenciones al cerro mendocino. Tampoco son tantos los que pueden dar fe del cambio que ha tenido la dinámica del Parque en los últimos 25 años.
“¡Ha cambiado todo... desde tener una antena que te permite hablar o enviar fotos por celular desde arriba o las tiendas súper cómodas con pisos de madera o la increíble ciudad que se arma en Plaza para la temporada, incluso con galería de arte! Es genial”, opina.
Claro que reconoce extrañar ciertos aspectos de sus primeras andanzas. “Lo que se extraña son los montañistas”, asegura quien hoy tiene en distintos rincones del continente amigos escaladores, que el Aconcagua le regaló. “Hoy todo es muy comercial. Las agencias les facilitan y allanan todo el camino a sus clientes. Es como una práctica de jardín de infantes”, se ríe.
Un romance que fue creciendo
Desde niño, Rubén sintió curiosidad por la montaña. A los 12 años, subía con su hermano y amigos en bicicleta hasta el refugio Portinari, en el Manzano Histórico, y desde allí se iban a subir cerros. “En la montaña, empezamos a conocer gente, intercambiar información y testimonios”, relata.
Se hizo amigo de un gran conocedor del Aconcagua, como Horacio Cunietti, quien le presentó a muchos escaladores. Un día, en una juntada de amigos, cocinó un guiso sin pensar que esa sería la puerta para llegar al coloso de América.A los 19, estaba trabajando de cocinero en Plaza de Mulas para algunas agencias. Recuerda que mendigaba recetas en los restaurantes y regimientos de Penitentes.
“Antes se cocinaba con lo que había”, recuerda Rubén y se ríe al compararse con los chefs de “altísima categoría que hoy preparan platos gourmet a los deportistas”.
El hombre -que hoy trabaja como profesor de Informática en distintas escuelas del Valle de Uco- demostró que tenía agallas y enseguida fue contratado como porteador. Había 'merodeado' la cumbre sin alcanzarla más de las temporadas que quería y aprovechó el buen clima del '97 en el lugar, para alcanzarla a fines de febrero.
Lo hizo con su hermano y otros amigos. Y, desde entonces, no paró. Tres años después, en el 2000, ya tenía trece cumbres en su haber. Hoy sigue trabajando para una agencia que lleva visitantes al Parque Provincial.
Cada verano asiste a su cita con su cerro amado. Ya no sube ocho veces hasta la cima por temporada, como supo hacer. Pero lo reconforta como la primera vez estar allí, respirando el aire helado y encontrándose consigo mismo.
Hoy, a 5.500 metros, el agua corre día y noche
“El agua que tenemos como reserva está desapareciendo. La gente tomaría conciencia de la importancia de cuidarla si estuviera allá arriba del Aconcagua. Es impactante ver como están retrocediendo los glaciares a pasos aceleradísimos”, asegura Aveiro.
De tanto caminar la cumbre, el montañista puede asegurar que “antes pisaba campos de hielo, donde hoy no hay más que ripio”. Recuerda que en sus primeras ascenciones, le impresionó ver los penitentes de hielo sólido de hasta seis metros que se levantaban del glaciar de Horcones. “Hoy ninguno pasa el metro”, señala.
“A mediados de diciembre, te cuesta encontrar agua para derretir y tomar”, grafica el deportista. Para el hombre, las consecuencias del calentamiento global se están haciendo sentir en altura. “Antes, sobre los 5.500 metros no había más que hielo y hoy el agua corre día y noche. El derretimiento es permanente”, señala alarmado.