El fútbol es el espejo que mejor nos espeja. Esto lo aprendí cuando, allá por el marzo de 1967, me dieron la dirección del primer suplemento de deportes del diario Los Andes. Con algunos años cursados en Filosofía y Letras, yo entré de lleno al periodismo en la sección Artes Espectáculos de Los Andes: escribía sobre cine, sobre teatro, hacía críticas bibliográficas, entrevistaba a cuanto elenco venía a Mendoza. Digamos que me dedicaba a lo que se suele englobar en la palabra "cultura". Varios años mi jefe fue, compartiendo la oficina, Antonio Di Benedetto. El caso es que, ya por entonces Di Benedetto jefe de redacción y el gringo Edmundo Moretti subdirector, me ofrecieron ser "jefe" de un nuevo suplemento en el diario, de deportes. Yo agarré viaje, sobre el pucho.
¿Por qué? Porque de entrada intuí que nada como el deporte posibilita desarrollar todos los registros del periodismo. Aunque la oficina quedaba en el primer subsuelo, aquello no lo sentía como un descenso. Al contrario. Además vivía la intensa experiencia de tener una columna semanal, cuyo título guía era "El pulmón del país". Y le saqué el jugo a esa columna. Era firmada, algo inusual por aquellos años. El caso es que, siguiendo la campaña de Racing, cuando obtuvo el título intercontinental, hice un par de columnas que, en medio de la euforia celebratoria, produjeron malestar y furiosa reacción en Buenos Aires. Tanto que bajaron hasta Mendoza dos directivos de Racing que en realidad eran "barras bravas"; vinieron a escarmentarme: estaban recalientes por mis opiniones críticas al trasfondo de "la hazaña". No vale la pena que entre en más detalles. Aquello fue violento y desasosegante. La cuestión es que con esto terminó mi ciclo en el diario. Adiós.
Evidentemente la editorial de Carlos Fontanarrosa, nada menos que en la revista El Gráfico, fue determinante en mi salida. Pero también tengo que decirlo, el mismo Carlos Fontanarrosa tiempo después me llevó como redactor especial de la revista Gente. Vueltas que da la vida.
Hablando de vueltas: vuelvo sobre el concepto "el fútbol es el espejo que mejor nos espeja". A esta conclusión llegué haciendo aquel suplemento de los lunes. Allí advertí que no es cierto que el periodismo deportivo es una rama menor del periodismo aparentemente "serio". Que no hay razón para considerar a los periodistas deportivos como parias, como residuos colaterales de la profesión. Periodistas deportivos hay de todos los colores y de todas las calidades. Hay necios, hay burros, hay semianalfabetos, pero los hay también cultos, inteligentes, imaginativos y que se llevan muy bien con la ética de la sintaxis.
A todo esto: ¿por que insisto tanto con que el fúbol es el espejo que mejor nos espeja? Porque si queremos saber de las distintas formas de la violencia en nuestra sociedad, el fútbol las muestra. Si queremos saber sobre nuestro racismo explícito o subcutáneo, el fútbol lo muestra. Si queremos saber sobre nuestras mañas y supersticiones, el fútbol las muestra. Si queremos saber sobre nuestro triunfalismo y derrotismo, sobre nuestras euforias convertidas en depresión al revés, el fútbol las muestra. Mediante el espejo del fútbol, prodigioso, reflexión mediante podemos asomarnos a nuestra condición humana argentina. Algo semejante podemos decir de los otros deportes de fervor masivo. Por favor, no nos enojemos, no lo rompamos, al hondo espejo. El espejo nunca tiene la culpa.
A medio siglo de aquel suplemento, quiero decir que todo esto del espejo no lo aprendí en ninguna Facultad: lo aprendí en el fragor del periodismo deportivo. Lo aprendí, más que dirigiendo, haciendo apasionadamente aquel suplemento de los lunes.
Dios y el fútbol (o viceversa) - Por Rodolfo Braceli
Dios, otro desaparecido
A Dios, cuando hizo la Tierra, no se le pasó por la cabeza que iba a sucederle algo llamado fútbol.
Se distrajo durante la gestación, Dios. O bostezó más de la cuenta, Dios. Con el tiempo tuvo que pagar las consecuencias de la distracción o del bostezo, Dios.
Si hubiera mirado para adelante, si se hubiera puesto a adivinar, Dios habría encontrado motivos para abstenerse. Y a Dios no le hubiera temblado el pulso para dejar de hacer, para omitir, dentro de la creación, a la Tierra.
La pregunta sobre la mesa: ¿hubiera hecho a la Tierra, Dios, de haber sabido lo que el fútbol significaría?
No. Seguro que no.
Pero, ¿por qué no?
Porque, por más que Dios sea divino, algunos rasgos, algunos síntomas humanos padece. Rastros de celos hace tiempo le fueron detectados en su sangre sin duda azul. Dado el tamaño inconmensurable de Dios imaginemos el tamaño de sus celos. Alguien tan vastamente celoso hubiera desistido de crear la Tierra de haber sabido a tiempo que en este mundo iba a suceder el fútbol. Porque el fútbol desplazó a Dios.
Esta exageración no es ninguna exageración. Un solo argumento para demostrarlo: cuando los Mundiales, los junio y julio cada cuatro años, Dios verdaderamente no existe. Está como vacante. Entonces el fútbol es la patria, el fútbol es la religión, el fútbol es la tristeza, el fútbol es la felicidad, el fútbol es el verbo, el fútbol nos distrae de la absurdidad que agobia a la condición humana.
Dios es un desaparecido porque, realmente, desaparece.
Por causa del fútbol, a Dios el mundo se le fue de madre. Y de padre. Pero no puede desdecirse. Ya es tarde para des-hacer este planeta, con su fauna, con su flora, y con sus hinchas.
A lo hecho, pecho –suele bramar Dios.
Comprendamos la cabrera magnitud de su cósmico bramido: a nadie le gusta ser eclipsado, a nadie le gusta desaparecer a manos de sus creados. Y mucho menos le gusta a ese Nadie que, por algo, se hace nombrar con mayúscula.
Paraíso vacante
No estaba todo dicho en cuanto a la creación del mundo. La versión del teólogo Serafín Vistalba, alias Alterego, sostiene que la cosa fue de la siguiente manera:
El primer día Dios hizo el verbo por la mañana, el sustantivo por la tarde y entrada la noche hizo el adjetivo.
El segundo día hizo el aire por la mañana, la brisa por la tarde y entrada la noche hizo el viento.
El tercer día hizo el agua por la mañana, el mate por la tarde y entrada la noche hizo las vides para gestionar el vino.
El cuarto día hizo la fauna por la mañana, el perro y el gato por la tarde y entrada la noche hizo el mosquito.
El quinto día hizo la flora por la mañana, las flores por la tarde y entrada la noche hizo la albahaca, el ajo y la cebolla.
El sexto día hizo la mujer por la mañana, el hombre por la tarde y entrada la noche hizo la cama.
El séptimo día hizo la música por la mañana, la poesía por la tarde y entrada la noche hizo la luz eléctrica.
Este Dios laburante y obsesivo no quiso descansar, descartó el domingo; se olvidó del fútbol.
Sin rodeos, Adán fue y se lo recriminó. A Eva le daba igual, pero claro, se solidarizó con su varón. No le tembló el sumo pulso a Dios y en el acto los expulsó del Paraíso: ¡Fuera, fuera de aquí! Ya. Insolente, Adán le dijo ay cómo tiemblo cómo tiemblo, y encantado de la vida se fue con Eva a buscar un sitio don-de hubiera domingos y ocio y tristeza y sufrimiento ¡y fútbol!
Dios se quedó con el paraíso desolado, vacío, vacante.
Refutación del Pecado Original
A la fruta primordial ¿la mordieron?
Realmente, a la manzana, Adán con Eva, ¿le hincaron sus dientes?
¿Y si resulta que esto, tan aceptado, no fue así?
¿Y si esto, tan por milenios acatado, fuera un error ecuménico debido tanto a la falta de rigor como a la sumisión de teólogos e historiadores?
Mi carencia de pruebas de lo que realmente sucedió en ese sitio –no sé por quién denominado Paraíso–, no es mayor que la abundante ausencia de pruebas de los que convalidan el Pecado Original como un pecado.
Es tiempo de desmontar ese malentendido acatado por los libros y los tiempos porque:
Uno: No le parece al autor de este libro que haya pecado en el Pecado Original. En realidad, no hay pecado en ningún pecado. Porque los pecados suponen goce. Y los goces son la única magra compensación a la absurdidad que denominamos Vida.
Dos: ¿Qué pecado puede haber en una virtud? ¿O no es acaso una virtud ser original?
Tres: Si, por los siglos de los siglos, hubo derecho a suponer que Adán con Eva efectivamente mordieron la manzana prohibida, ¿por qué no vamos a tener también derecho a suponer que no, que no le hincaron el diente?
Aun aceptando la penosa teoría de que pecar sea pecado, si, como decimos, Adán con Eva no le hincaron el diente a la preciosa manzana, no hubo Pecado Original.
Dicho de otra manera: hemos atravesado los tiempos convencidos de haber cometido un pecado que no cometimos. Somos exiliados del error. Y por error.
Ahora bien: si en verdad no mordieron la fruta, ¿qué pasó aquella vez con esta pareja intensa y ociosa? ¿Qué hicieron, realmente?
Pasó esto: Por empezar, a ningún árbol le agrada ser decorativo, inocuo. Aquel árbol, como todo árbol que se precie hace, le ofreció su fruto a un espléndido cuerpo que por allí andaba. Eva, el espléndido cuerpo, tomó la manzana. Adán la vio redondita, a la manzana. Esperá, no te la comás. Pasámela –le dijo. Eva, magnífica compañera, accedió. Acto seguido, Adán, obedeciendo al mandato de unos genes imperiosos, no quiso tomar la manzana con la mano: la dejó caer y rodar por el suelo y desde allí la alzó apenas con la puntita de su pie izquierdo –era zurdo el muchacho–, la subió a la manzana a su empeine y empezó a darle levísimos y cadenciosos golpecitos... tac... tac... tac... tac... ¡grande Adán!... tac... tac... tac... tac... Con el último tac Adán la elevó un par de metros, se perfiló, y al caer, con la parte interna del pie la empalmó en un ángulo del arco iris, a la manzana.
Eso pasó. Y ninguna otra cosa.
Adán y Eva no eran unos santos. Pero eran inocentes.
Que no hubo Pecado Original. Que no. Entonces, desandemos el exilio, de una vez. Y volvamos al Paraíso.
Al único. A éste. Al terrenal.
Dios cae en tentación
Es domingo también allá arriba, en los altos cielos. Dios depone su insomnio y se desliza y se entrega a una siesta. No diremos que ronca, porque eso supondría cataclismos, tsunamis en cadena, Apocalipsis sin retorno.
Duerme Dios a pata ancha, como diosmanda.
Algo de pronto lo arranca de la cadencia de sus inmensos algodones. Despierta sobresaltado. Piensa lo peor: ha sido el sacudón de la tercera guerra mundial.
–¿Qué caraxus pasa? –pregunta.
Un ángel solícito lo apacigua y le explica:
–Nada del otro mundo, mi Dios.
–¿Cómo que nada? Las nubes me han machucado los riñones. ¿Qué diablos está pasando allá abajo?
–Gol de Boca, mi Dios.
–¿Pero es posible tanto alboroto? Es como si cien volcanes despertaran sus entrañas.
–Es posible, mi Dios de las alturas. Cada vez que sucede un gol sucede por primera vez y por última vez.
–¡¡¡Caraxus!!! ¡¡¿Y eso?!!
–Gol de River, mi Dios.
–Esto es inconcebible, inadmisible –dice Dios con furia de temer.
–Pero fue concebido, mi Dios. Con todo respeto, se lo recuerdo –le dice el ángel, tranquilizador pero atrevido.
–Concebido ¿por quién?
–Concebido por Usted.
–A ver si me explicas.
–Usted hizo la Tierra. Usted hizo el mundo de los hombres y de las mujeres y de los banqueros y los fabricantes de misiles. Usted hizo los hombres con pies. Usted hizo lo redondo y a continuación la esfera. Usted hizo el aire que va adentro de la esfera. Usted hiz...
–Basta, me atosigas, como Borges con la incesante enumeración... Sí, de acuerdo, Yo hice todo. Y ya es tarde para volverme atrás. Lo admito: hice a los hombres con pies, y al aire para remontar los balones.
–No esté triste, mi Dios. Son cosas que pasan.
–Tarde, demasiado tarde para impedir que suceda lo que está sucediendo.
–No esté triste, mi Dios. Son cosas que pasan.
–Uno les da una mano y se toman el codo.
–No esté triste, mi Dios. Son cosas que pasan.
–Decididamente se me fue la mano dando tanta libertad.
En esas cavilaciones estaba con su ángel secretario cuando, otra vez, el aire del cosmos se estremeció de alaridos. Sintió Dios que las barbas se le agitaban, sintió que su nube lo alzaba, lo enarbolaba. Y cayó Dios en la tentación: mordió el fruto prohibido:
–¿Gol de quién? –preguntó.
–De los Granates, gol de Luján Sport Club –le respondió el autor de este relato, que casualmente andaba por ahí.
El precio de ser Dios
Mandó Dios llamar a su secretario ángel, el más atrevido y ocioso y sabio. Como supuso que la charla iba a ser más larga que un pestañeo, le ofreció:
–¿Té, café, mate, agua mineral Villavicencio con gas o sin gas?
–Vino. Malbec eh–pidió el secretario ángel sin parpadear.
–Te hice venir para hacerte unas preguntas. Sobre el gol.
–Tema muy complejo, como todos los temas muy sencillos –dijo el ángel, y aleteó presuntuoso.
–Dejémonos de filosofar. Concretamente, quiero que me digas cómo es un gol.
–Un gol es cuando la pelota entra por un rectáng...
–No no no... quiero saber qué sienten los que gritan gol. Qué les pasa en el cuerpo, en la cabeza, en las tripas del alma.
–Mi Dios, cómo explicarle...
–Anímate.
–Es que... mi Dios, usted sabe, para explicárselo bien necesitaría acudir a ciertas palabras que aquí, arriba de los altos cielos, no son bien oídas.
–Te autorizo a decir lo que sea.
–Lo que se experimenta con el gol es... es...
–Vamos, ¿es?
–Mi Dios, ¡es un orgasmo!
–¡Mide tus palabras!
–Usted me autorizó.
–Es verdad. Sigue. Y sin tantas vueltas. Nadie nos escucha. Estamos solos en el continente de esta nube. Y entre hombres. Habla.
–Perdón, ¿dijo que Usted es hombre?
–Bueno, es una manera de decir. Al grano: ¿Así que gritar un gol es como un orgasmo?
–Ni más ni menos. Un orgasmo que pueden compartir diez, veinte, treinta millones de personas. Imagínese, mi Dios: por un gol, países enteros gozando, acabando a la vez.
–¡Mide tus palabras!
–Usted me autorizó.
–Es verdad. Y ya que estamos, ¿te parece que, llegado el caso, yo podría gritar un gol?
–Mi Dios, ¿usted quiere decir si puede tener un orgasmo?
–Sí. Un orgasmo de ésos. Gritando gol.
–No, mi Dios. Usted no puede.
–Joder, ahora pretendes insinuar que soy impotente. ¡¿Por qué no podré?!
–Porque para ser Dios hay que pagar un precio altísimo. Usted jamás podrá gritar gol. Ése es Su precio por ser Dios.
–Debo confesarlo: cambiaría mi D por una d con tal de poder gritar gol...