Rodolfo Braceli: “Endiosar a nuestros próceres significa aislarlos”

En su obra “Don San Martín, véngase, conversemos”, de reciente reedición, el autor trae al General San Martín a nuestro tiempo, a través de un diálogo ilusorio. “Con esa charla todo el tiempo trato de darle carnadura a la obsesión vertebral de don San Mar

Rodolfo Braceli: “Endiosar a nuestros próceres significa aislarlos”

–Si San Martín nunca quiso pelear contra los suyos y hasta prefirió el exilio antes que la guerra interna... ¿qué pensaría del actual momento que vive nuestro país y todo el continente en general?

–Lo que creo, y puedo fundamentar, es que en estos tiempos don San Martín no estaría adhiriendo a lo que representa el neoliberalismo. Creo, además, que no participaría del exhibicionismo frívolo, del numeroso carrusel de personajes públicos que buscan notoriedad a cualquier precio. Y no creo que él mirara con la menor simpatía a los políticos que se prenden de la farándula y dependen de las agencias de publicidad y de los dictados de los asesores de imagen.

–Hablás de "fundamentar" la no adhesión de San Martín a lo que hoy es el neoliberalismo. ¿Podés explicitar alguno de esos fundamentos?

–Don San Martín hoy no sería neoliberal, sobre todo por tres razones decisivas. Él se desvelaba y amaba a todo eso que encerramos en la palabra “cultura”; era un militar, pero antes y después que eso, era un ciudadano. Él no hubiera participado de Golpes de Estado con armas ni de Golpes Blandos. Él era un hacedor de bibliotecas, de libros. A las bibliotecas, a las artes y a las ciencias las consideraba decisivas, más importantes que las armas y que la guerra. A propósito de “guerras” él las consideraba una “flagelo espantoso”. El neoliberalismo no le hace asco a nada, recordemos el tremendo eufemismo de “guerra preventiva”. Sigo con los fundamentos: en este tiempo nuestro eso que llamamos “cultura” aparece ninguneado, relegado, siempre considerado en los presupuestos como un “gasto” y no como una “inversión”.  El neoliberalismo, además,  sería incompatible con Don San Martín porque el neoliberalismo se motoriza con tres combustibles: el primero, el culto del dinero; el segundo, el culto del dinero, y el tercero, el culto del dinero. Es decir, nada, pero nada que ver con los códigos don San Martín. Pero, tratando de abreviar, tal vez se me está quedando otro fundamento para explicar lo que sería don San Martín hoy…

–¿Cuál sería ese fundamento?

–Don San Martín, si viviese en este tiempo, de ningún modo sería neoliberal porque, por ejemplo, esa corriente entre nosotros aborrece la expresión y el concepto de Patria Grande. Al punto de que el neoliberalismo considera que pertenecer a la Patria Grande implica “integración latinoamericana”. Y esta pertenencia es aborrecida: se considera y se argumenta todo el tiempo que por estar en la Patria Grande, nos quedamos “afuera del mundo”. El San Martín militar y el ciudadano soñaban con la “Patria Grande”. Lo soñaba como destino y sin complejos de inferioridad. Añado otra razón más para sostener que don San Martín hoy no sería neoliberal: el neoliberalismo, tan adicto al ideario del dinero como valor supremo, prefiere como valor esencial el culto de la apariencia. Entre “aparentar” y “ser” prefiere aparentar.  Nuestro Hamlet de moda dice: “Aparentar o no ser”. Don San Martín aborrecía el culto de la simulación y de la apariencia. Él decía: serás lo que debes ser o si no serás nada.

–¿Cuál es el aspecto menos difundido del ideario de San Martín, a tu criterio?

–En mi libro “Don San Martín, véngase, conversemos”  yo lo traigo a nuestro tiempo a través de un diálogo ilusorio. Yo le cuento y lo interrogo. Sus respuestas son frases, son hebras textuales entresacadas de sus proclamas, de sus escritos, de sus cartas personales. Con ese diálogo todo el tiempo trato de darle carnadura a la obsesión vertebral de don San Martín. Esa obsesión era ser “ciudadano”, por sobre todas cosas. Ciudadano como valor máximo.

–¿Un ejemplo concreto que refleje a ese San Martín ciudadano?

–Ejemplo muy concreto – y muy raro tratándose de un militar–, es su demostrada obsesión por fundar bibliotecas. Don San Martín dijo y escribió: “Las ciudades multiplicadas se decorarán con el esplendor de las ciencias y la magnificencia de las artes…  La biblioteca es más poderosas que nuestros ejércitos”. Me pedís ejemplos concretos, aquí va: don San Martín dijo y escribió: “Yo no soy de los que creen que es necesario dar azotes para gobernar”.

Pero, ya que estoy en tren de dar ejemplos concretos del San Martín amante de las bibliotecas, propongo hacer memoria no de dichos sino de acciones.

–¿Memoria de qué acción, por ejemplo?

–Memoria de algo que él hizo. En marzo de 1817 Bernardo O’Higgins le comunicó que el Ayuntamiento de Chile le obsequiaba 10 mil pesos oro como reconocimiento y gratitud por la liberación de su país. O’Higgins le encarecía no rechazar, no desairar el obsequio. San Martín finalmente lo aceptó. Pero de inmediato lo donó, enteramente, para creación de la Biblioteca Nacional de Chile. Con esa cifra hubiera salido de pobre y se hubiera podido comprar medio Bolougne Sur Mer. He aquí un rasgo muy poco difundido del ideario de San Martín. Libros sí, bayonetas no. Libros sí, azotes represivos no.

–Y una pregunta incómoda: en su momento, cuando repasaste la vida y la palabra de San Martín, ¿qué aspecto de su personalidad te sorprendió para mal?

–Por años, debido a mi ignorancia y debido a haber sido mal enseñado, había en mí un cono de sombra; algo que me sonaba jodido respecto de San Martín.

Y era aquello de su legado del sable corvo al entonces gobernador Juan Manuel de Rosas. Pero eso, que por años me resultó indigerible, en la medida en que me desasné, en la medida que superé las enseñanzas del Billiken y de la historia oficial, me sorprendió para bien. Don San Martín reconoció en Rosas a un genuino defensor de nuestra soberanía. A alguien que afrontó a los buitres de aquella época. Con el legado del sable don San Martín se manifestó en contra de la buitredad de los buitres de afuera, que nos hipotecan el presente y el futuro, y contra la buitredad de los descarados buitres de adentro, que endeudan hasta nuestros nietos y nos rifan al peor postor. Que nos venden las joyas de la abuela y a la abuela también.

–Tu visión de San Martín roza la santidad. ¿Sentís que era perfecto el padre de la patria?

–No, por favor. Pueda ser que no haya sido perfecto. Endiosar a nuestros próceres significa aislarlos en la perfección. En otras palabras, significa distanciarlos, congelarlos en el mármol o en el bronce. Precisamente, en mi diálogo imaginario hice lo posible por sacarlo del bronce. En algún momento hasta me permito descorchar una botella de vino, naturalmente mendocino, para brindar con el general ciudadano por las sagradas bibliotecas, por las ciencias, por las artes, por las letras. Y por el valor de ser ciudadano.

–Decidiste reeditar el libro, a sabiendas de que no perdió actualidad. Y vos hacés la observación que "cumplimos años, pero ¿crecemos?". ¿Por qué a los argentinos nos cuesta aprender de los errores?

–Mi decisión de reeditar el libro vino a partir de una ocurrencia de Jorge Corrales, cuando me mostró unas fotos que estaba haciendo en la Alameda. Él fue quien aventuró la primera gestión en Ediciones Culturales de Mendoza. En semanas me puse a trabajar y así salió esta segunda edición, un cuarto de siglo después, con el dialogo ficcional con don San Martín y con la entrevista, real, que le hice a Alicia Moreau de Justo, cuando ella ya había cumplido los cien años de su edad. En cuanto a la pérdida de actualidad: el hecho de que mi librito tenga alguna vigencia en nuestro tiempo no es una buena noticia. Significa que avanzamos poco y nada. Y que aprendimos poco y nada. Salvando los géneros y las distancias pasa como con los monólogos de Tato Bores: parecen escritos para estos días; señal que seguimos chapoteando en las mismas mañas, carencias, desengaños, en las mismas miserias. No, no es una buena noticia que mi librito siga teniendo vigencia: señal que cumplimos años, pero ¿acaso crecemos?

–¿Tenés alguna razón explicadora para nuestro cumplir años sin crecer?

–Razones, muchas. Pero entre tantas hay una que flamea por lo alto. Tal vez porque fuimos criados para creer, generación tras generación, que somos los mejores del mundo. Esa creencia fue potenciada por las hazañas de tipos como Fangio y Maradona y Ginobili. Pero ellos no tienen la culpa. El caso que pasamos de creer que somos “los mejores del mundo”, a creer que “somos los peores del mundo”. Cuando las calamidades nos bajaron del caballo, nos dimos cuenta que tampoco éramos eso: los peores. Y entonces encontramos consuelo diciendo que éramos “los más inexplicables del mundo”. Es decir, siempre “los más”.

–San Martín es muy cercano a los afectos del mendocino en particular. Su paso por la gobernación de Cuyo, aún a la distancia, ¿creés que dejó huella?

–Lo dudo. Creo que si hubiera dejado huella habría en Mendoza menos presencia y menos apetencia conservadora. San Martín, de haber sido conservador, no se hubiera animado a imaginar y menos a concretar el Cruce de los Andes, una hazaña mundial dentro de la estrategia militar. Los 200 años de aquel cruce imaginativo, heroico, audaz merece celebración y reflexión. Esto para vadear nuestra cómoda tendencia a la desesperanza.

–Las vidas de San Martín y de Moreau de Justo (en tu libro hay una segunda parte dedicada a ella) se apagaron de manera particular, sin estridencias. Me llamó la atención incluso leer que la "novia del futuro" falleció en un hogar de ancianos público. ¿Por qué castigamos a los justos al olvido?

–Porque somos unos hijos de la apariencia y del triunfalismo y del cholulismo. Apariencia, triunfalismo, cholulismo, no nos permiten mirar, no nos dejan registrar más allá de nuestras narices. Ni más acá tampoco. Somos unos hijos de la moda. Los medios de descomunicación nos distraen de lo esencial y ningunean todo aquello que no tenga el rédito inmediato de la frivolidad. Por eso hacer memoria tiene tan mala prensa. Nos cultivan para creer que la memoria es retroceso, cuando por el contrario es lo único que semilla verdaderamente el futuro. El exilio de San Martín, debido a su inquebrantable decisión de ser, sobre todo ciudadano, debiera hacernos reflexionar. Con Alicia Moreau, panadera cívica, novia del futuro, tenemos otro ejemplo. Recién se la empezó a considerar cuando andaba por sus 100 años de edad. Pero esto ocurría por la curiosidad que producía esa hazaña biológica de llegar al siglo de vida.

Cuando yo la entrevisté fue para la revista Playboy. En fin. El caso es que Alicia Moreau, que como decís, es un personaje al que dedico la segunda parte mi libro, ya cumplidos sus 100 años decidió irse a vivir a un hogar público de ancianos. Se comportó como una auténtica socialista; es decir, no como una socialista desabrida, descafeinada. En cuanto al “castigo” del olvido: en esto tiene muchísimo que ver la bochornosa distracción que proponen los medios, siempre atentos y adictos a las modas, a la apariencia, a la vidriera.

–¿Alguna postal que te haya quedado en la retina de aquella entrevista con Moreau de Justo, que con el tiempo haya cobrado mayor relevancia?

–En algún momento de aquella entrevista inolvidable, de una pregunta pavota surgió, con la respuesta de Alicia Moreau, una respuesta prodigiosa. Le pregunté sobre “el día más feliz de su vida”. Me respondió textualmente: “El día de mi primera menstruación”. Con timidez, le pregunté el porqué. Me respondió: “Porque ese día hablé largamente con mi padre y pude hacerme amiga de él”. Cuando concluyó la entrevista Alicia Moreau insistió en acompañarme hasta el ascensor. El ascensor se pasó de largo. Ella ahí me preguntó si yo tenía hijos. Le contesté que tenía dos. Entonces me dijo: “¿Sabe para qué ha servido este encuentro? Para que mi padre, a través de nosotros, ahora abrace a sus hijos. Eslabones somos…”

–Rodolfo, ¿en qué libros estás trabajando?

–Sin ánimo de chupar las medias tengo que decirte que tu pregunta me resulta extraordinaria. Por el plural. Nunca me preguntaron, ni como entrevistador tampoco pregunté “en qué libros”. Y bue, debo confesarte que diste en la tecla: estoy trabajando en varios libros.

–¿Podés decir algo más, los títulos?

–Puedo, pero no debo. Aunque me desmayo de ganas, no te soltaré los títulos. Por dos motivos: el primero, por cábala. Nunca digo los títulos hasta que el original está listo.

–Me dijiste un motivo, ¿y el otro?

–El otro tiene que ver con títulos que anidan ideas. Y pueden ser muy tentadores. Los afanos están a la orden día. Ya me pasó una punta de veces. Por eso mejor me callo. Sólo te digo que uno de los libros es un ensayo sobre el lenguaje y el otro es sobre la Patria Grande; este empieza como ensayo y desemboca en varios monólogos sobre mujeres excepcionales (posiblemente monólogos con destino teatral).

–¿Y el tercero?

–El tercero en realidad es el libro que tengo más avanzado. Se trata de poemas que pueden leerse como cuentitos, o de cuentitos que pueden leerse como poemas. Todos sobre el mismo tema y… y no te digo más, discúlpame. El caso es que aquí estoy, como siempre, tecleando. Escribiendo. Es decir, gozando como un caballo. No puedo dejar de escribir, no hay caso. Soy un güevón siempre entusiasmado.

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