México es un país tremendamente intenso, que hace pensar, querer y sentir a la fuerza.
En esta última visita, que duró apenas dos días, he sido testigo de sucesos que me han hecho pensar mucho.
Uno de ellos fue el caso del plagio en la tesis de licenciatura del presidente Peña Nieto que, por determinadas circunstancias, pude seguir de un modo particularmente cercano.
Carmen Aristegui, periodista devenida en principal azote mediático de Peña, reveló que aproximadamente el 30% del texto de su tesis de licenciatura, presentada en 1991 -antes de que existieran las herramientas que tenemos hoy para detectar el plagio- era una transcripción indiscriminada de diversas y reconocidas obras sobre el tema.
Las reacciones no se hicieron esperar: desde el comunicado de Presidencia, que intentó reducir el asunto a “errores de estilo”, hasta quienes exigieron, sin conocer el marco jurídico correspondiente, el retiro o anulación del título por parte de la universidad. Incluso la renuncia del Presidente.
No pretendo exculpar a Peña Nieto ni pienso que no corresponda exigir respuestas a las instituciones relacionadas con el caso pero creo que es preciso quitar hierro y trascendencia al asunto, porque de hecho no los tiene.
Robar siempre es malo, sea una manzana de un puesto de frutas como un auto de un estacionamiento, aunque la gravedad sea diferente.
Como exquisito cumplidor de criterios de citas y referencias (yo sí puedo presumir de tesis de licenciatura, al menos en ese sentido) y también como víctima de plagio (hace muchos años, un famosísimo filósofo español recientemente fallecido se aprovechó de un trabajo de mi autoría para proponer una clasificación completa sobre las identidades políticas de izquierda: el único reconocimiento fue una mención de mi libro a beneficio de inventario en el elenco bibliográfico; el suyo fue un éxito en ventas, mientras que nadie se animó a publicar un texto en el que yo explicaba la verdad del asunto, por la relevancia del personaje; plagio más flagrante si cabe, porque el consagrado se aprovechó del trabajo de un joven e ignoto doctorando) puedo afirmar que la conciencia actual de la gravedad del plagio es algo muy reciente, que es preciso poner en contexto.
Se funda en la idea (individualista, propia del derecho moderno centrado en el sujeto) de que el autor es dueño de su producción intelectual. Concepto interesante, pero difícil de delimitar en la teoría y en la práctica.
Durante la Edad Media no se concebía la posibilidad de firmar la propia obra, no solamente porque se tenía una idea mucho más “comunitaria” del conocimiento (que fluía de un lado al otro sin que nadie se estuviera fijando quién lo dijo primero: esto no socavaba, asombrosamente, el principio de autoridad) sino que hacerlo hubiera sido una manifestación de vanidad. Hay un sinfín de obras intelectuales y artísticas medievales de las que no conocemos su autor. Eso apareció recién con el Renacimiento y se generalizó mucho después.
Por otro lado, quienes nos dedicamos al trabajo intelectual sabemos perfectamente cuán difícil resulta dar cuenta detallada de nuestros débitos intelectuales. ¿Cambiando la redacción de un texto nos hacemos dueños de la idea que expresa? ¿Y qué hay de todos los autores y textos que hemos tenido que revisar para adquirir el sentido crítico suficiente como para estudiar tal o cual autor u obra en particular? ¿Podríamos mencionar a cada uno cada vez que formulamos un juicio? ¿No atentaría esto contra toda economía razonable del conocimiento?
En definitiva, en materia de ideas ¿de qué somos realmente “dueños”?
Mi profesor de Historia Contemporánea advertía en sus prólogos sobre la existencia de un cúmulo de autores y obras que no podía enumerar pero a los que les debía haber llegado a producir ese texto.
Por su parte, el académico que me enseñó Historia Argentina Contemporánea fue -es- un prolífico autor de obras de su especialidad: al leerlas, uno sabía perfectamente si era texto suyo o transcripción de otra obra o autor.
Tengo distancias ideológicas y científicas con ellos pero he recibido de su parte invalorables lecciones de honestidad intelectual.
Por otro lado, aun cuando sea difícil aplicarlo a las obras artísticas o científicas, resulta muy atrayente el principio de copyleft, al que, por contraposición al copyright o derecho de propiedad intelectual, se acoge la producción y licencias de software de uso liberado.
Y es que no podemos reclamar, del mismo modo que respecto de un objeto material cualquiera, la propiedad de algo que por definición debe compartirse, sin que por ello sufra merma ni disminución de su utilidad (todo lo contrario). Es la razón, entre otras, por la que los académicos e intelectuales usualmente no nos volvemos ricos.
Hace rato que puse a disposición prácticamente todas mis obras publicadas en acceso abierto. Abrigaba dudas sobre el derecho de las editoriales que las habían publicado: un alumno de posgrado (mexicano, precisamente) me avisó que como autor me asiste ese derecho.
Es preciso tratar este asunto del plagio de Peña Nieto en su debido contexto y según la dinámica de criterios que han cambiado mucho en los últimos años, respondiendo a una nueva sensibilidad al respecto, que se deriva fundamentalmente de las herramientas de las que disponemos hoy. De otro modo caeremos en groseros anacronismos. Y un anacronismo siempre constituye una injusticia.