Riqueza y poder; poder y riqueza

Riqueza y poder; poder y riqueza

Los sustantivos que introducen estas líneas son complementarios y enteramente convertibles entre sí. Quien tiene riquezas detenta poder. Quien detenta poder obtiene riquezas. Normalmente, el poder es hijo de la riqueza.

Muy lejos estoy de descubrir la pólvora. El hecho es tan antiguo como la humanidad y está, a cada instante, en la boca de todos los que habitamos el planeta Tierra. Incluso, la historia asevera que esto siempre fue así. ¿Y será siempre así?

Sincerándonos, ¿acaso la mayoría de nosotros no ansía tener riqueza y poder, si es que ya no los tiene? ¿No es bueno desear y gozar de una buena vida teniendo como laderos al poder y a la riqueza? Por casualidad, ¿conoce usted a personas que, desde la esfera religiosa, le prometen “gran prosperidad” en su vida si usted es generoso -en dinero- con su dios?

No cabe duda alguna de que riqueza y poder -en todas las variables que tiene cada uno de ellos- es lo que, generalmente, “mueve” a la mayoría de los seres humanos. Es, así dicen, “lo que da sentido a los esfuerzos de cada día; si no, ¿para qué vivir?”

Le ocurrió a Jesús de Nazaret, al comenzar sus andanzas por Galilea: “sintió” en carne propia el triple deseo o tentación que anida en cada uno de nosotros: tener comida en abundancia, aunque hubiera que sacarla de las piedras; ser dueño y patrón de todos los reinos del mundo, y someter a Dios a sus propios deseos y caprichos. Jesús sorteó estas ambiciones mediante su fuerza de espíritu amparándose en el Dador de toda vida y de todas las vidas.

No hay poder ni riqueza inocentes 
Parece como si sonara a nuevo: que los gobiernos no son ya depositarios de la soberanía nacional sino meros ejecutores de órdenes que emanan de los centros del poder financiero; que los políticos han sucumbido ante las exigencias del capital, llamado ahora "los mercados"; que es preciso despertar y mostrar la rabia y el enojo a plena luz del día, en la calle; que hay que recuperar la autonomía de la acción política frente a los mandatos de poderes económicos.

Parece nuevo, pero a quien se haya dado una vuelta por el siglo XIX, toda esta literatura le tiene que sonar más que familiar. Es una superstición política creer que ahora, como en tiempos pasados, Estado y capital fueron o sean entes autónomos, cada uno con una esfera propia de actuación.

Lo nuevo hoy, como hemos comprobado en nuestras propias vidas, no es que el Estado venga en ayuda del capital; lo nuevo es que el capital, normalmente, ya no se “personifica” en empresas o emprendimientos concretos.

Aquel gran desarrollo de la primera era industrial, con sus bondades en la producción de bienes y en la competencia y con la rémora del casi esclavismo obrero, ha desaparecido. Hoy existen los grandes, y pocos, grupos económicos que detentan la casi totalidad de lo que se produce en nuestro mundo. Ya casi no hay competencia.

En el desolador documento fílmico que es “Inside Job”, en el que se culpabiliza de la crisis de 2008 al neoliberalismo y al afán desmedido de los gobiernos estadounidenses de las últimas décadas por desregular el sistema financiero y mantenerlo a salvo de una mínima intervención estatal, no aparece ningún “propietario” de medios de producción.

Todos, desde el profesor de Harvard hasta el secretario de Economía de Obama, son profesionales de las finanzas; ninguno es propietario más que del arte de fabricar unos papeles que no son ya dinero, ni crean dinero, pero de los que ellos se valen para nadar en montañas de dinero.

Cuando los fabricantes de dinero financiero-ficticio lanzan alguno de sus imaginativos “productos” al mercado, no hay nada detrás, excepto la codicia y la rapiña. La ya “legalizada” bicicleta financiera.

La nueva clase financiera es desalmada: no bien el Estado ha acudido a su rescate, ya vuelven a repartirse -sobre las ruinas provocadas por ella misma- los millones de dólares como si no hubiera pasado nada.

Está claro que a esta “nueva clase” el Estado no sabe o no puede protegerla de su propia codicia; no le quedaría más opción que destruirla. Pero, ¿cómo y quién pondrá el cascabel a un gato capaz de arrastrar en su caída a todo el sistema económico-financiero?

Los cristianos sabemos y creemos que sobre la propiedad privada de bienes de producción, de uso y de capital, pesa una hipoteca social debido a que esos bienes han sido producto del trabajo de muchísimas personas.

Pero al sistema capitalista poco le importa esto. La propiedad privada es casi infinita en el capitalismo de hoy. Estructurar caminos de acción significaría también deslegitimar al capitalismo que es el que genera las desigualdades y volver a pensar la sociedad en términos de solidaridad y cooperación.

¿Alguien se animará y será capaz de poner el cascabel al gato?

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