El Cristo Redentor abre su brazos y bendice a todo aquel que pise Río de Janeiro, ciudad de proporciones únicas y calidez perenne y, a la vez, epicentro deportivo del mundo durante más de dos semanas. Para quienes el olimpismo constituye tanto una fascinación como la mejor iniciativa traida desde la antigüedad, llegar a la tierra de Vinicius de Moraes se transforma en una excusa inigualable para sentir esa piel debajo de la piel, ese sentimiento que emerge en saltos, gritos, lágrimas y, fundamentalmente, en abrazos fraternales con queridísimos desconocidos.
Río entendió esto a la perfección y, desde octubre de 2009, cuando fue designada sede de la trigésimo primera edición de los Juegos, comenzó a prepararse para albergar tamaño certamen ecuménico. Los problemas que entrecruzaron la generalidad de los aspectos organizativos fueron muchos y variados. Sin embargo, sin prisa pero sin pausa, los cariocas se impusieron a las adversidades, hijos pródigos del desafio por naturaleza, desde que concibieron una metrópolis en una zona restringida por el oceano y la sierra y requirieron de majestuosas obras de ingeniería para ganarle a su georgrafía.
Los estadios son imponentes, originales, con diseños que respetan y enaltecen el espíritu de las disciplinas que cobijan y el contexto que representan. El número de voluntarios que se distribuye en los más recónditos puntos de las locaciones y su predisposición para asistir a los espectadores es plausible. Las fuerzas de seguridad presentes en estaciones de subte, playas y calles de la ciudad en general, dan cuenta que fue un tema que Brasil consideró prioridad para otorgar garantías al mundo entero. Los medios de transporte para llegar a los diferentes puntos de competencia, muchos distantes unos de otros, se encuentran magníficamente pensados y las conexiones se efectúan sin problema para abordar el tren, el metro o colectivos especialmente coordinados para facilitar los accesos. A esto, se suma la limpieza de los emplazamientos, la pulcritud permanente de los baños, los servicios asistenciales en cada recinto. Hasta el momento y, obviamente sin dejar de lado algún inconveniente que puede haber sucedido en un acontecimiento de estas características, se puede asegurar que Río ha pasado con éxito la prueba y sienta los mejores precedentes no sólo para Brasil, sino también para un continente que ya no quiere ser mirado de reojo bajo la peyorativa denominación “sudaca”.
No obstante, el tren rumbo a Deodoro, donde nos dirigimos a observar el retorno del rugby al olimpismo, expone la otra cara de este conglomerado. Visibiliza el lado B que no se graba en los toallones ni en los souvenirs, donde las mascotas de “os Jogos” probablemente no lleguen nunca. Los contrastes observados no conforman ninguna novedad. Toda mega urbe presenta las desigualdades con mayor crudeza y la marginalidad no puede esconderse porque las alfombras políticas y económicas nunca llegan a ser tan grandes. En las inmediaciones del Parque Olímpico de Deodoro, algunas organizaciones reparten calcos con la leyenda “Fora Temer” y, en los Fan Fest que se organizan en distintos puntos, grupos de hip hop alzan la voz para que sus protestas sean escuchadas y trasciendan fronteras.
En su momento, la candidatura de Río como sede fue ganada gracias a un ambicioso proyecto basado en principios de transformación e integración social, mediante la implementación de programas para la creación de empleo y el fomento de oportunidades para la juventud. Hoy, su compromiso con el movimiento olímpico y con la comunidad deportiva internacional en su conjunto, está cumplido. Ojalá que, hacia dentro, la deuda con los cariocas sea saldada, para que el Cristo abrace a su gente más que nunca y sea también, para todos quienes la habitan “a Cidade Maravilhosa”.