Reynaldo Jiménez (1959) acaba de publicar "Piezas del tonto" (Club Hem Editores), libro clave para continuar con su experiencia en torno a la palabra. Texto que comparte un mismo volumen con otro de Liliana Ponce, "Paseante y Huésped", según el formato habitual en los títulos de la colección: "Ojo de tormenta".
La textura de la poesía lograda con este libro psicotrópico, su música, su asociación de imágenes aurales, hilan una propuesta rica en refracciones, difracciones, desvíos que reestructuran el lenguaje y su lógica móvil.
Contra el cliché, disruptiva, extrañamente libertaria, esta pequeña catástrofe de signos cuyo ritmo hipnótico, arrastra al lector hacia la infinitud del instante (un mundo rizomático de simultaneidades), condensa la vocación de su autor en la búsqueda del verso revelador.
Algunos de sus numerosos libros de poesía y ensayo: “Tatuajes” (1981), “Las miniaturas” (1987), “Ruido incidental/El té” (1990), “Sangrado” (2006), “Plexo” (2009, México), “Esteparia” (2011, Madrid), “El cóncavo” (2012). Ha traducido, entre otros libros: “Galaxias”, de Haroldo de Campos y “Catatau”, de Paulo Leminski.
-Aquí trabajás con la resonancia, con la experiencia de la palabra como una materialidad. Como una dimensión matérica. ¿Por qué el personaje del tonto para el desarrollo de este nuevo libro?
-Hay una expresión en castellano que reúne el “tema” con ese andarivel de la herramienta, del recurso: entrar en materia. Sería una digna aproximación.
En cuanto al tonto en sí, diría que es otro avatar del alter que en otros libros míos ya fue el mendigo (en Sangrado), el sadhu o el extático dionisíaco (en Musgo), el equilibrador por contrastes (en Funambular, que sigue inédito) o el paria (precisamente en Esteparia, cuya segunda edición mexicana —la primera fue en Madrid— es inminente).
Esas figuritas son variaciones del trickster y aparecen a veces medio por el costado en esos libros, pero esta vez quedó en primer plano proto-agónico.
Las Piezas del tonto son instancias monologantes o plegarias paganas en —relativa— primera persona de este “personaje” que también es the fool on the hill, el loco de la baraja, el invertido, el claun de la fiesta de los tontos, el freak chamánico, el outsider. El otro del otro del “poeta”, si se quiere… Una especie de implícito del explícito.
-Me gustaría te refieras a la experiencia de la lengua en este libro. ¿Cuál es el núcleo verbal por el cual gravita Piezas del tonto?
-No sabría precisarlo en términos de núcleo. A menos que sea un núcleo corredizo. Más bien podría decir que hay deslizamientos en esa dimensión matérica, cosas-nociones que se desplazan.
Una sensación de corrimiento semántico -no necesariamente una ruptura referencial pero sí la alusión a una especie de conciencia paralela- dentro del ajuste que proporcionaría una cierta escucha, una rítmica, un aliento que busca o balbucea la canción, la cual todo el tiempo se desarma o reenhebra tensiones que serían hilachas del sentido. El cual, desde luego o desde ya, no preexiste.
-Solés escribir sin un plan preestablecido. No obstante, ¿hubo en algún momento cierta aproximación tangencial hacia el automatismo?
-El automatismo —escribí bastante sobre esto, tanto en “El cóncavo” (2012) como en ensayos posteriores que todavía no encuentran editor, pienso especialmente en uno justamente en torno a El autómata de Xavier Abril— como instancia desautomatizadora, precisa o paradójicamente. En busca del anautómata. En fuga del autómata cultural, del sujeto mecánico de la mentalidad predominante.
-Tu poesía permite abrir otro circuito de detenimiento. El poema es sólo en la página a medida que se lee. No remite un más allá del papel; no está sujeto a una interpretación posterior a su lectura. ¿Por qué?
-Porque no sé escribir un poema. Porque a partir de esa limitación busco más bien una instancia que podría llamarse poética: un devenir en lengua poética.
Las Piezas por ejemplo pretenden ser partituras para la voz (si no explícita, mental) o sea para la resonancia. Un soporte para una cierta escucha, meditación atípica, si se quiere. Un llamamiento que no quisiera quedar enganchado a las fórmulas del decir consagratorio del mundo llamado real o del imperio del sentido o del hipnotismo meramente literato.
-Leemos: "Con tu tos esquiva/ oh gran tono/ pátina tan pura/ tinta que te apronta/ y que te aprieta/ contra la hora más/ tonta y máscara/ Oh mosca: Ardón!" Con Piezas del tonto, tengo la impresión que la poesía está enfocada en la imagen, más que en la música. En la emoción de la edición de esas imágenes en movimiento. ¿Qué opinás?
-Sí, puede ser. Hace un tiempo titulé “Imágenes aurales” un ensayito sobre Syd Barrett, que circula por ahí, en la red, acerca de su apuesta poética, artista que tantos admiramos como músico pero cuya letrística es sustancial. Por ahí ese título da una pauta.
-Sabemos que tu poemario doble Ruido incidental/El té (1990), fue producido caminando. Me gustaría te refieras sobre las circunstancias físicas en torno a la escritura de este libro. ¿Cuál fue el método de acercamiento por el que circulaste para Piezas del tonto?
-Recordé ciertos poemas de un artista que me encanta: Hans Arp. Cosas de la memoria sensacionista, más que nada, porque no los tengo ahora conmigo, eran traducciones que leí hace mucho y se quedaron girando.
Y junto a él, Dadá en general. Cierto niñoide ahí asomando en esa especie de paracanciones transmentales a la pesca de un alter si no un alien. Ergo, más bien algo como un a-método. Un ambient-zaum.
Pero en el apenas de una intuición de esa posible voz de otra conciencia, si no de otro cerebro, de la voz de la corazonada de ese “personaje” sin atributos a consagrar; un tono, claro, que es también el pregón contradiscursivo del hombre-sandwich.
Un poco también, supongo, por influjo de El infierno de Wall Street de Sousândrade, basado en titulares de periódicos y carteles, escrito a mediados del siglo diecinueve, verdadero precursor de “técnicas contemporáneas”, que andaba traduciendo más o menos por la época de Piezas.
-En tu experiencia en particular, con libros publicados desde 1981, hasta la actualidad. El surrealismo continúa siendo una de las fuentes de incitación a la palabra…
-Sí. El ritmo asociativo. La imagen aural. Las supervivencias. Ciertas ancestralidades que destronan el cliché.
Esa cuestión del atemporal o del ucrónico que separa definitivamente al surrealismo de las llamadas vanguardias coetáneas, más fijadas en futuridades o contemporaneidades sin margen para lo extemporáneo y arcaico, que la confluencia, tan poco estudiada, del surrealismo con la etnografía —verbigracia Girondo, que considero un poeta no surrealista pero sí superrealista, en Paris, topándose con la exposición etnográfica que reúne las colecciones personales de los surrealistas y su encuentro posterior con Alfred Metraux en Tucumán— por otra parte confirma a todas luces. Por ahí creo que va buena parte de la cosa que me incita. Un mestizaje de espaciotiempos, además.
-Cuando te leo siento siempre una presencia extática de la palabra hecha verbo. ¿Cuál es el nexo, para vos, entre la espiritualidad y la poesía?
-El nexo es innegable. Pero no sabría delimitarlo. La poesía es eminentemente una acción de índole espiritual, entendiendo por espíritu la conjunción de ánima y soma, por así decir. Ahora, no puedo dejar de oír en ésta, Augusto, la pregunta por la inspiración.
Y que algunos me disculpen, pero sí, creo en la inspiración. Al menos, e insisto en esto, la poesía, cuando leo y se produce la conectiva propicia, cuando se da la situación inductiva, me resulta de hecho inspiradora. Me coloca en situación receptiva. “Trance leve” decía Néstor (Perlongher).
-A nadie le gusta rotular lo que uno escribe, no obstante, cierta vez un colega se refirió a tu poesía como "psicodélica"…
-Me gusta lo de psicodélica. La psicodelia es una noción, más que una estética y más que un movimiento concreto y fechado, en la que trabajo constantemente.
Tengo un libro terminado sobre el tema, El oyente psicodeslizado, que fui publicando en uno de mis dos blogs, precisamente “Psicodeslizado” y ya tengo otro en puertas, por ahora con el título de Tercer oído. Además suelo armar unas “sesiones de música inaudita” en mi casa, con foco principal en lo que rodea a la psicodelia.
-Mirando hacia atrás en el tiempo, con cuatro décadas trabajando la palabra. ¿Qué significó tu amistad con Roberto Cignoni?
-Recuerdo bien la primera vez que nos vimos con Roberto Cignoni. Tuve entonces la impresión de un tipo ascético, una especie de devoto pero de la poesía.
Estaba con un ejemplar de una traducción bellísima de Chuang Tzu, que también yo había leído no hacía tanto, así que de inmediato congeniamos. Yo ya conocía sus primeros libros. Su obra édita e inédita —que conozco parcialmente— es impecable. Su amistad me honra. Ojalá pronto se publique su Flexión de la luz.
-¿Un par de poetas que deberíamos releer?
-Muchos, pero en el apuro me acuden dos, y no podrían ser más diferentes, cada uno a su manera encarnando la diferencia misma: Miguel Ángel Bustos (“El Himalaya o la moral de los pájaros”) y H.A. Murena (“El águila que desaparece”).