La única manera de que nos interese la historia, es que seamos capaces de ver su incidencia en nuestra vida presente. Es difícil que llegue a preocuparnos la verdad de lo ocurrido hace varios siglos, a menos que nos percatemos de que, de hacerlo, estaríamos a un tiempo arrojando luz sobre lo que nos ocurre ahora. Esto es particularmente cierto respecto de la Revolución que alumbró nuestra Independencia: pensarla es no sólo pensar algo que pasó sino algo que todavía no ha terminado.
Al indagar hoy en el significado de aquella Revolución de 1810 hay un punto que me parece digno de reflexión: el hecho de encontrar produciéndose entonces la primera grieta profunda en nuestra identidad nacional. Me refiero al enfrentamiento entre independentistas y realistas, y su emblemática consumación en el fusilamiento de Liniers y compañeros. Ambas facciones, radicalizadas cada una en posturas opuestas, coparon lo suficiente la escena pública como para eclipsar la figura del verdadero protagonista de la Revolución: el pueblo.
Desde luego, el alumbramiento de la Nación argentina no se debió a la lucha de fanáticos sino a la determinación de gente resuelta. Era algo más profundo y no tocado por la grieta. Tanto ayer como hoy la acción del pueblo tiende a permanecer oculta: no suele tener voz aunque pueda tener voto. Con todo, difícilmente se lo pueda usar con la docilidad que tantas veces se pretende encontrar en él.
El pueblo no es un ser pasivo, entregado dulcemente a la demagogia. De ninguna manera. Es algo bien activo, dispuesto siempre no sólo a burlar a quienes pretenden manipularlo sino también a levantarse contra la falta de carácter de sus “conductores”, tal como ocurrió en aquella semana de Mayo de 1810.
Ante la zozobra de los conductores del movimiento independentista -a saber, Saavedra, Castelli, Moreno y el resto-, el pueblo supo reaccionar a tiempo y, en palabras de Groussac, arrancar de cuajo “el carro de la revolución”, que parecía hundido en un pantano, y arrastrarlo “contra todos los obstáculos y acechanzas a su marcado y glorioso destino”. Con su pulcra hermenéutica, explayada en Santiago de Liniers, conde de Buenos Aires (1907), el inmigrante francés supo sacar a la luz, como pocos nativos de esta patria supieron, esa maldita costumbre de olvidarse del pueblo.
A mi juicio, no sólo la historiografía “liberal” ha contribuido a tergiversar la concepción de ‘pueblo’, oscureciendo su rol decisivo en los grandes acontecimientos de la historia sino también la historiografía marxista al tratarlo de “clase”. Ahora bien, así como no es verdad que el pueblo sea una mera ficción discursiva (en el sentido propuesto por Edmund Morgan), tampoco lo es que haya ni haya habido jamás “clases populares”.
El pueblo propiamente dicho es esa corriente interna de una nación que lucha por autentificar la identidad de ésta, y la cual, ciertamente, puede subsistir en cualquier clase o condición social. Si alguien llegara a probar algún día que entre la ‘plebe’ colonial existió conciencia de clase, me temo entonces que el que vive en una ficción soy yo.
Encontrar un concepto de ‘pueblo’ que supere las limitaciones teóricas aludidas, resulta a mi juicio esencial para que la Argentina se encuentre en mejores condiciones de cerrar aquella grieta abierta en 1810, la cual perjudica todavía el avance mancomunado de esta república como nación.
Naturalmente, el conflicto, la oposición partidaria y las facciones ideológicas diversas, no pueden estar ausentes del progreso de un cuerpo político; pero una cosa es la discusión y otra la pelea.
Si fuéramos capaces de aprender la lección de la Revolución de Mayo aquí sugerida, daríamos sin duda un paso seguro en la reparación de nuestras fracturas. ¿Cuál lección? Que, llegada la hora de la verdad, hay que dejar a un lado las vacilaciones propias de los enterados y sus mezquinas rencillas mutuas y aprender a escuchar a cambio la voz anónima del pueblo: esa enérgica y monolítica agitación que no tiene por objeto la opresión de algún supuesto contrincante sino siempre una mayor independencia y un mejor futuro para su libertad.