Si todos los gobiernos democráticos argentinos de origen no peronista han recibido durísimos ataques de los sindicatos, es porque algo estructuralmente grave se esconde en esa relación.
En primer lugar, si bien el actual tipo de sindicalismo y sus modalidades legales reconocen su origen en el primer peronismo, ya ha pasado suficiente tiempo como para que esa adhesión partidaria deje de tener sentido porque hoy los trabajadores no pertenecen mayoritariamente a ninguna pertenencia política particular.
En segundo lugar, la práctica democrática hace que todas las instituciones de la República se vayan reformando permanentemente para adaptarse a los tiempos y las nuevas tendencias o requerimientos ciudadanos.
En ese sentido, mal o bien, los tres poderes del Estado, la prensa, incluso los empresarios o los cultos religiosos, han vivido importantes cambios para poder seguir teniendo contacto con la realidad y los ciudadanos.
En cambio, el sindicalismo prácticamente no ha vivido modificación interna alguna. Sus dirigentes se eternizan en los cargos y las supuestas elecciones son de una nula transparencia. Los aspectos corporativos de tales asociaciones superan en mucho a lo que se requiere para defender los intereses de los trabajadores, que igual se pueden defender con un mayor pluralismo interno. O seguramente mejor. Hoy, de hecho, los sindicatos defienden más a los sindicalistas que a los trabajadores.
En tercer lugar, las sucesivas leyes que los distintos gobiernos (no solamente peronistas sino también militares) les han cedido a los sindicatos para que éstos no les ocasionaran tantos problemas, han fortalecido las tendencias menos sanas de estas organizaciones, porque le han dado tantas atribuciones de administración de los deducciones salariales a los trabajadores, que en la práctica los sindicalistas se han ido convirtiendo en verdaderos empresarios que desarrollan estructuras propias para ellos y sus familias con todos los derivados que producen, por ejemplo, las obras sociales que manejan. Y es sabido que un empresario no puede representar a un trabajador, ya que los trabajadores sólo pueden ser bien defendidos por otros trabajadores que viven como ellos y no como nuevos ricos.
Es por eso que cada vez que un gobierno pretende avanzar sobre la democratización de las estructuras gremiales, éstos se declaran en pie de guerra y no sólo defienden sus discutibles intereses, sino que intentan desestabilizar a los representantes del pueblo que les buscan poner límites para que dejen de ser una clase, una élite privilegiada.
Así ocurrió cuando Raúl Alfonsín intentó darle mayor pluralismo a los sindicatos. O cuando De la Rúa propuso una reforma laboral, pero más se ofendieron con este mismo presidente cuando a través de su en ese entonces ministra de Trabajo (la actual ministra de Seguridad, Patricia Bullrich) les indicó que deberían presentar la declaración jurada de sus bienes. Nunca como en ese entonces estallaron en furia los principales caciques gremiales que no estaban dispuestos, como ciudadanos a dar a conocer sus bienes.
Ahora que la Justicia está indagando a varios de ellos por la desmedida proporción de bienes materiales que poseen en relación a sus actividades, otra vez han estallado en furia. Con varios presos y otros siendo juzgados, los principales dirigentes sindicales acusan al gobierno de promover una campaña contra ellos y por ende han decidido enfrentarlo de todas las maneras posibles, en particular declarando toda vez que pueden que si toca al sindicalismo el actual gobierno nacional no finalizará su gestión. Declaraciones efectivamente desestabilizantes y antidemocráticas.
En ese sentido, y más allá de los dirigentes en particular, para que este tipo de actitudes no se siga repitiendo es imprescindible una profunda reforma de los sindicatos, a fin de que la democracia también llegue al seno interno de los mismos.