La renuncia de Benedicto XVI

La decisión de Benedicto XVI de renunciar a su pontificado ha conmovido a toda la humanidad y en particular a los 1.200 millones de católicos. Sin duda se trata de un hecho, inédito en la era moderna, que obliga a la reflexión tanto por el significado del

La renuncia de Benedicto XVI

Es importante detenerse en algunos párrafos del prístino mensaje leído en el Consistorio de los Obispos por el Papa: “Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino”.

Luego de señalar que frente a las rápidas transformaciones del mundo de hoy la tarea del Papa requiere “el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que se me ha encomendado” agrega, “por esto, siendo muy consciente de la seriedad de este acto, con plena libertad, declaro que renuncio al ministerio de Obispo de Roma”.

La renuncia del Papa es un gesto de humildad de enorme dimensión. Es un reconocimiento realizado en plena libertad -como él lo dice- de las limitaciones del ser humano para ejercer una pesada función. Es un gesto inequívoco de responsabilidad, consciente y meditado, de que aún para el Papa, la institución -la Iglesia- está por encima de las jerarquías y los honores personales, pero que a la vez la institución divina necesita de los hombres para su realización.

Debe recordarse que Benedicto XVI dedicó su vida entera a servir a la Iglesia cumpliendo funciones y tareas de invalorable importancia. Ordenado sacerdote en 1951, recorrió todo el camino y las jerarquías de la institución.

Teólogo de fuste, reconocido dentro y fuera de la Iglesia, fue el colaborador más cercano e importante del admirado Juan Pablo II, quien lo designó en el cargo de Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, custodio de la Fe. Entre los muchos asuntos de importancia que llevó a cabo el cardenal Ratzinger sobresale el de Presidente de la Comisión para la preparación del Catecismo de la Iglesia, trabajo realizado entre 1986 y 1992, presentado a Juan Pablo II  y vigente hoy en la Iglesia. Se entiende, sin dificultad, que ya no tenga energía para seguir. Ha entregado hasta la última gota sirviendo a la Iglesia y sus fieles.

Su gesto de renuncia honra al lema que adoptara cuando fue designado arzobispo de Munich y Freising en 1977: “Colaborador de la Verdad”. Explicaba: “Escogí este lema porque en el mundo de hoy el tema de la verdad es acallado casi totalmente, pues se presenta como algo demasiado grande para el hombre y, sin embargo, si falta la verdad todo se desmorona”.

Con su renuncia, Benedicto XVI, como colaborador de la verdad, ha realizado una formidable contribución: ha sacado a luz, sin temor, la crisis de la Iglesia, que en mucho coincide con la crisis global de la humanidad. Graves situaciones tapadas por muchos años. Corrupción, hipocresía, ambiciones desmedidas por cargos, honores y, en ocasiones, dinero.

Benedicto XVI es el Papa de la limpieza. Quizás por eso se sentía bastante solo, abandonado. Su extraordinaria decisión contribuirá a dejar aún más expuestos los elementos que le hacen daño a la Iglesia que, ante la disyuntiva, no debe quedar a medio camino sino avanzar con decisión contra la corrupción que corroe todas las instituciones. Es que su renunciamiento no sólo alude a las fuerzas físicas del Pontífice. También hace referencia al vigor espiritual. Más allá de las palabras todo es conjetura. Sin embargo, la magnitud de ese acto abre legítimas dudas respecto de las fuerzas y los intereses que originaron y que se esconden detrás de la decisión. Dudas que no debieran quedar abiertas.

Hay un hecho nuevo y es que la mayoría de los católicos ya no están en Europa; se han desplazado al mundo hispánico. También incluye Filipinas, EEUU, Canadá, Australia y ahora se expande al sureste asiático. En América Latina sobresalen Brasil y México. Sería natural que el sucesor fuera un Papa de esta región que, acompañado por estructuras firmes en numerosos países, afrontara el desafío de establecer una Iglesia limpia y fuerte, revestida de la belleza antigua y siempre nueva, como la definió San Agustín.

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