René Houseman fue un paladín de la resistencia a la cosificación y el funcionalismo. Un antisistema, también, para quienes se auto asumen como los protectores de una pátina moralista que - para esta clase de gente - rige los principios de una sociedad de acuerdo con sus propios parámetros.
Orgullosamente villero, como gustaba definirse a sí mismo, el Loco hallaba el eje de la felicidad en el mantenimiento de sus costumbres: el pan compartido, el faso, el alcohol, las changas y el espíritu solidario entre pares como consignas inalterables. Hijo de un albañil que murió a edad temprana y de una madraza que protegió a sus crías del desamparo y la miseria. Un símbolo de época, además: la Villa del Bajo Belgrano porteño desapareció con las topadoras que - literalmente - le pasaron por encima a las casas precarias tras el Golpe del '76. Debajo del asfalto de hoy, allí yace una cultura de la solidaridad construida a partir del instinto colectivo de supervivencia. Y él era de ahí. Sigue siendo de ahí.
René era medias bajas, camiseta afuera del pantaloncito, pelo al viento, andar desgarbado y físico esmirriado. Un émulo chaplinesco. Un gorrión con botines de fútbol. El desparpajo, la candidez, la canchereada sin actitud sobradora y la palmada al rival tras la intensidad del duelo.
¿Se hacía el lesionado para ser reemplazado y permitir que un suplente ingresara por él para que así también pudiera cobrar el premio? Sí. ¿Jugó borracho un partido contra River y marcó un gol de antología dejando a media defensa atrás? También. ¿Quebró cintura y a pura gambeta enloqueció a los defensores italianos del férreo catenaccio en pleno Mundial 1974? Desde ya. ¿El Flaco Menotti lo protegía y hacía la vista gorda cuando se fumaba un puchito en el entretiempo de los partidos? Obviamente que sí. Era capaz de todo éso y de mucho más: un fuera de molde, un standapero con la pelota, un dador de genialidad, un...René.
Y aquí está ahora, ahorita mismo, como el más inmortal de los mortales, abrazándose a Garrincha y Corbatta e incitándolos a jugarse un partidito en los confines del universo.
Y aquí está ahora, ahorita mismo, sobrevolando como un pájaro libre que aletea dando señales de que su ausencia sólo será lo que es: apenas una mueca del absurdo.